Los españoles los irlandeses, los portugueses, los italianos, los griegos y también los alemanes, hemos sido muy pobres y sabemos muy bien lo malo que es ser pobres.
Acaso por eso, pienso permanentemente en los dramas tremendos que están viviendo los griegos, no en la tragicomedia que protagonizan los dirigentes helenos, que me importan nada, sino en las personas que han perdido su empleo, en las que han perdido sus casas, en las personas normales que están próximas a perder la más pequeña de las esperanzas y a los miles de hombres y mujeres que ya han preferido voluntariamente (¿?) abandonar vida para salir de sus desgracias.
Y, a las terribles imágenes de lo que se viven en Grecia, golpeando mi pensamiento, se añaden las tragedias que están sufriendo, en estos días, millones de personas en Portugal, en Italia y en España: Desempleo, escasez, falta absoluta de recursos, desahucios, tristeza, tantos suicidios y terrible desesperanza.
Como si fuera ahora, vuelven a estar ante mis ojos, las casas pobres, sin agua, el suelo de tierra pisada, hogar de leña, colchones en el suelo, a veces con la luz de una bombilla de veinte. Los pantalones raídos, desproporcionados y con culeras renovadas, jerséis tejidos de lanas viejas, calcetines zurcidos mil veces, abrigos, quien los tenía, muchas veces vueltos. Zapatos que ya no eran zapatos, alpargatas y pies calzados con pedazos de neumático atados con cuerdas. El pan negro, el frío, los sabañones, el hambre y la tos, la tos terrible que llenaba el cementerio.
Vuelvo a caminar por calles oscuras, llenas de barro y de charcos. Siento, como entonces, el viento frío que llenaba mi pueblo en invierno y el calor tórrido, el olor a suciedad y la falta de agua que traía el verano.
Revivo, escenas que comprendo ahora, llenas de incultura, miedo, pobreza, amargura y resentimiento. Entiendo, con sesenta años de retraso, el dolor y la cercanía de las muertes violentas, el sentido de la palabra “checa”, el por qué de las balas que encontrábamos medio enterradas en todas partes, la importancia de cuidar las gallinas, el enorme valor del gorrino, el cuidado de las pequeñas huertas y el qué no se tiraran jamás las mondas.
El trapero y el carro de la basura que llevaba a los muertos. Lo lejos que quedaba el cementerio…
Y luego, más tarde, el queso amarillo y la leche en polvo que era buena y, todos los días, todos los días, en la Estación del Norte, cientos de hombres, en silencio, vestidos de oscuro, sin abrigos, maletas de madera atadas con cuerdas, que emigraban, para poder vivir, a la lejana Alemania.
En el tren de la noche, escupiendo vapor y carbonilla, la cuerda de presos, delgados siempre, las caras tristes, chupadas y, hoy lo se, desesperadas y hambrientas. Los guardias civiles, en el tren o caminando, con el tricornio, el fusil y el capote, ¡que frío pasaban!
Que pobres éramos los españoles, que pobres eran los portugueses entonces, que pobres los italianos y cuanto dolor se añadía en aquellos años al vivir de los alemanes con la guerra perdida.
Y pienso que, si hemos sido capaces de dejar muy atrás aquella terrible pobreza, ahora que sabemos y tenemos mucho más es seguro que vamos a salir de ésta.
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