La sombra de la tarde y
el sombrero panamá orientan y protegen mi paseo. Tengo que caminar, lo dice el médico, me
cuesta hacerlo, lo hago y no pienso.
En mi mano derecha el
bastón, golpeando el suelo, me marca los pasos. En la mano izquierda, desde la
correa, siento moverse a mi perra, lo hace despacio y con esfuerzo.
Ahora el bastón se
queda quieto, es para limar peso al cansancio, lo sé y lo entiendo. La perra
abre la boca, huele alrededor, dobla las patas, se tumba y descansa. Siento los
ojos húmedos y la boca me sabe a lágrimas, mi alma se ha hecho oscurecer.
¡Vamos, levanta del
suelo, camina…! La perra y el bastón arrastran la tarde sobre este camino tantas
y tantas veces compartido.
Y sí, de pronto, por
sorpresa, con alegría, como es ella, ahora, en la tarde, mi mujer camina conmigo; mi brazo se goza con el tacto de su
brazo, su cadera roza mi cadera, mis piernas sienten sus piernas, apoyada su cabeza al ladito de mi hombro…me
llena su perfume, su presencia calienta mi corazón, penetra mi pensamiento y
llena mi alma; no habla, lo dice todo
sin necesitar palabras.
Ha sido un largo y precioso
instante que se ha ido. Siento a la perra tumbada en el suelo y, con el cuerpo apoyado en el bastón, levanto la mirada: comienza a oscurecer y solo huele a verano…
¿Será porque la perra
es mayor y se acaba, será porque caminar me cansa, será porque el tiempo pasa, será
porque la tristeza me acompaña? No sé
cómo lo ha hecho, ¡es tan difícil saberlo!, pero ella ha venido para hacerme el
inmenso regalo de estar conmigo y alegrarme esta tarde y esta noche de añoranza.