Con las goteras, como con todo, cuando te acostumbras
a ellas, mientras con poner debajo un cubo para que no llenen de agua el suelo,
mejor o peor, te acostumbras a convivir.
Sin embargo, de cuando en cuando, también en verano, caen
chuzos de punta y, aunque hagas todos los esfuerzos, no hay manera de evitar la
inundación, sientes que es inútil cualquier cosa que hagas, te escondes bajo
las sábanas y quedas a expensas de lo que, sea lo que sea, haya de venir.
Pues eso, eso es lo que me ha pasado a lo largo de
las casi cuatro semanas en que he vivido el desagradable crecer de alguna de
mis goteras y la visita, del todo imprevista, del virus de la pandemia que aún
anda por ahí.
No, no he tenido conciencia de haber llegado a “estar
fatal”, solo a “estar francamente mal” y “muy preocupado” ante la posibilidad
de haber llegado a la situación de ser incapaz.
Bien es verdad que a lo largo de estas semanas,
aunque fuera incapaz de abrir el teléfono, me he sentido muy acompañado, mis
hijos, mis hermanos, mis amigos, han hecho que en ningún momento tuviera
sensación de soledad o sintiera miedo,
incluso he hablado de mil cosas, casi siempre buenas, con mi mujer, mis padres y
mi amigos muertos.
Sin embargo, ¡qué cosas!, cuando en los últimos días
he comenzado a sentirme mejor, a través de la radio, he recuperado la visión
del tiempo que estamos viviendo, poco a poco, me ha comenzado a invadir el
miedo, un auténtico miedo: la guerra, ¡qué estará pasando!, el hambre que amenaza
el mundo, la barbarie que se extiende bajo la sombra negra de miles de buitres esperando
su momento.
No, me digo, ¡me estoy haciendo viejo!, a pesar de todo
es irracional mi miedo; aunque lo peor que pueda ocurrir ocurra, siempre, para
quienes nos sucedan será lo mejor; sin esta guerra, sin estas desgracias,
serían otras personas y no ellas las que
ocuparían el mundo.
Y, pienso, ¡qué cosas!, en Cornelio Jansenio y el jansenismo
que nos enseñaron, hace mil años, en el colegio.