Una
mañana temprano, en el frío del invierno
de 1956, en un tren atestado de
pasajeros, lo recuerdo bien, en los
pocos minutos que duraba el trayecto entre la estación de Torrelodones y el
apeadero de Clasificación, mi amigo Luis, que
con sus catorce años ya era
mayor, me puso al tanto de las dos cosas
importantes que había aprendido en los
pocos días que llevaba trabajando acarreando piedras, moviendo traviesas y
arreglando raíles del ferrocarril. Las explico tal y como surgen del olvido
donde las guardé cuando tenía doce años.
Luis
me explico que en el tajo, un viejo le había explicado que cada
veinte años los ricos hacían que hubiera
una guerra para matar a los pobres; le había
dicho además que eso lo hacían
los ricos porque el mundo se llenaba de gente y que como no cabía toda, pues eso, mataban a los pobres. Y mi amigo Luis terminó
su explicación con una advertencia: “Ya puedes tener cuidado José Luis y díselo a tu padre, te lo aviso porque eres amigo mío.
Dentro de tres años llegará la
guerra y esta vez los pobres vamos a matar a
todos los ricos.”
Como el
trayecto era muy corto, a punto de llegar a su parada, Luis me contó lo segundo que había aprendido desde que trabajaba: el domingo le habían llevado a las putas, que la suya era vieja, un poco calva y que no le había gustado
mucho.
Por la
noche le conté a mi padre lo de la guerra y él, inmediatamente me dijo: ¡Eso
son tonterías, ni caso, son tonterías!
Luego
le pregunté que era eso de ir a las putas y ahora sí me preguntó: ¿Quién te ha
dicho eso?, Luis, contesté y mi padre entonces añadió, ¡tonterías, más que
tonterías, mira que son brutos, ni caso hijo, son tonterías! Y, por supuesto,
con mis doce años de entonces, con lo que me había dicho mi padre tuve bastante
e inmediatamente guardé lo de la guerra y lo de las putas en el olvido.