A las 10 de la mañana del 16 de
marzo, con sol y una temperatura que parece de mayo, he recorrido con mis hermanos los 120 Km, 104 de
autovía, que dista Riaza de Madrid.
En la Plaza Mayor, dentro y
fuera de los soportales que rodean el círculo de piedras de granito que cierra
el suelo de arena y sobre las que en verano se levanta la plaza de toros,
hay mucha gente que va de un lugar a otro parándose en los puestos de información
donde se explican la actividades lúdicas y deportivas que se van a celebrar por
la mañana.
Javier que, como siempre, es el
conductor y guía en estos viajes, ha elegido para desayunar un pequeño bar en
el que el café es bueno, el pan excelente y los bollos especiales. Sin embargo,
antes de darnos cuenta, estamos de nuevo en el coche y con la imagen de
la monumental Iglesia de Nuestra Señora del Manto aún en la retina
tomamos la angosta carretera que nos lleva a Madriguera dejando atrás Riaza,
una ciudad de castellana que tiene más de mil años de rica
historia.
Enseguida, a muy pocos kilómetros, en la
ladera de la sierra de Ayllón, tropezamos con la Iglesia de Madriguera
que está construida con un conglomerado
de pizarras, cuarzo y óxidos de hierro de ambiente tropical y es
asombrosamente grande para un pueblo, todo rojo, que no llega a 33
habitantes. A las 10 de la mañana del 16 de marzo, con
sol y una temperatura que parece de mayo, he recorrido con
mis hermanos los 120 Km, 104 de autovía, que
dista Riaza de Madrid.
El coche traquetea hacia el
nacimiento del Río Aguisejo, en Grado
del Pico, hasta que nos detenemos
en Santibañez de Ayllón para ver sus hermosos
grafitos en pizarra. Javier nos explica,
una vez más, el interés geológico de esta parte de España en la que conviven
espacios que han sido muchas veces mares y montañas sometidos a calores
tropicales y fríos glaciares
Avanza la mañana llena de sol. La belleza
de los insólitos paisajes de estas tierras de Castilla nos va
llenando, hasta abrasarnos el alma con lo que podemos llamar la
gran sorpresa: entre las paredes altas y escarpadas de un pequeño
descampado rodeado de árboles hay un lugar que guarda el testimonio
de que aquí hubo hombres de la época en que convivían
nuestros ancestros cromañones y
neandertales.
Unos metros más allá, escondida entre matojos, encontramos una
cavidad en la pared de tierra y piedras sueltas y al penetrar en ella e
iluminarla con una linterna se nos muestra como la entrada de una enorme
cueva, natural en parte y artificial casi toda, de enormes
dimensiones: un paralelogramo irregular con más de veinte
metros de anchura y otros tantos de altura.
La cueva, al decir de Javier todavía no escavada, fue refugio y cazadero de los
hombres de la prehistoria.
Los cazadores empujaban a las
piezas hasta el agujero de la parte
superior, los animales caían toda la altura de la cueva y al
llegar al suelo, si no estaban muertos, eran rematados por las mujeres y los
niños que esperaban ansiosos la llegada de carne fresca.
La cueva tiene pegada a una
de las paredes una rudimentaria y peligrosa escalera que va, en varios tramos y
con espacios para protección y guarda, desde la entrada en la
superficie hasta el manantial de agua clara que adorna el
fondo.
En la zona existen, además
de esta cueva, no pocas pinturas rupestres que contribuyen a que parezca
muy probable la aparición de valiosos restos humanos y animales en cuanto los arqueólogos comiencen a quitar del
suelo capas de tierra.
El tiempo que pasamos en la
cueva antropizada y la reflexión sobre lo que habíamos sentido durante la
visita nos acompañó más tarde, cuando
visitamos en el valle del Sorbe el despegue de los estratos de
cuarcitas y la impresionante catarata que corre en un afluente del río y en la comida que
hicimos al sol sentados muy cerca de la catarata.
Cantisábalos con sus calizas del cretácico superior que
parecen los restos de una calzada de gigantes y Albendiego que las tiene erosionadas por
desplacado horizontal y lapiaz, fueron
paradas en el camino para descansar apoyados en el recio puente medieval de Cañamares.
Más tarde, el castillo de Riba de
Santiuste, construido hace
doce siglos, mil doscientos años, sobre
estratos de arenisca roja nos recuerda que estamos en tierras que fueron
frontera y que, lo queramos o no los españoles, como casi todos los europeos, somos fruto del contacto y de la confrontación, tanto con el Islam como entre nosotros.
Luego, saturados con el sabor de la dura belleza del pasado de los
hombres de Castilla, viajamos hasta Paredes de Siguenza, para ver
lo que es hoy un pequeño lozadal, y fue muy atrás en el tiempo,
lugar de caza para los hombres de la prehistoria que allí mismo, con sus hachas
de silex, cazaron desde pequeños venados
hasta peligrosísimos tigres diente de sable y
enormes paquidermos, mediante el arriesgado sistema de saltar sobre
los bichos cuando estos tenían las patas
hundidas en el barro del pantano.
Muy cerquita, en Imón, con sus salinas que han sido durante muchos
siglos inmensa fuente de riqueza para la zona y para el Rey, Javier hizo nos
llevó a pasear entre los estanques para
captar su dimensión, apreciar el
color rojo que producen algunas algas en el agua salada y ver los restos abandonados de lo que
fue en su tiempo última
tecnología de la producción de sal.
Sin tiempo para lamentar el descuido con que
atendemos las riquezas del pasado, proseguimos el camino para llegar, casi anochecido, a Santamera y ver allí, además de un pequeño pueblo, con mínimo soplo de vida, que está encerrado en un hoyo que regala al lugar un grato microclima, los grandes
depósitos de ostras fosilizadas adheridos a una de las laderas que cierran el
valle que tiene enfrente otra ladera de pliegues de caliza que aparecen a la
vista como enormes vértebras
de roca que parece están allí para
sostener el peso de la montaña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario