En estos días Medina, Bagdad, Estambul, Yeda, Qatif y Dacca han sufrido
terribles atentados en los que han muerto y han sufrido heridas muchas
personas, casi todas creyentes del Islam.
En Paris y en Bruselas hace algunas semanas también en terribles
atentados, hombres, mujeres y niños han sido heridos o han muerto asesinados.
Antes, en Nueva York, Madrid y Londres han conocido el dolor de las
muertes producidas en atentados terroristas; y en otras ciudades y pueblos de Nigeria, Paquistán,
Agfanistan, Siria, Rusia, y otros muchos lugares del planeta, en su mayor parte
habitados por musulmanes, la sangre de inocentes han manchado las calles y ha
destruido las vidas de cientos de miles de personas.
Y todos los atentados, para mal, han
sido obra de piadosos musulmanes que, en la seguridad de alcanzar el Cielo, han
sacrificado sus vidas para matar a
hombres, mujeres y niños inocentes de todo mal.
Y, lo peor, otros muchos piadosos devotos del Islam, en los próximos días, meses y años, convencidos de obrar
bien, llenarán de sangre las calles del mundo y, como héroes y mártires, el Paraíso de Alá.
Por supuesto, aunque a mis ojos y a los de la casi la totalidad de los cristianos,
de los judíos y también de los musulmanes del mundo, matar personas mediante el
propio suicidio es, además de una barbaridad, un crimen execrable, hay, y
seguirá habiendo
una minoría de muy piadosos islamistas, como la hubo de cristianos y judíos, que
precisamente por ser buenos y obedecer la Ley de Dios interpretada
por sus lideres religiosas, darán sus vidas para matar a otros.
Cada día estoy más convencido de que
el mejor medio que tenemos los
cristianos, los judíos y los musulmanes, para acabar con el terrorismo islámista
y hacer desaparecer la muerte indiscriminada de nuestro mundo es obligar a nuestros pastores, sacerdotes, obispos, arzobispos, rabinos, imanes, santos
y santones de nuestras religiones para que recen mucho, ayunen, usen cilicios, lloren el público y en privado,
estudien, imaginen, descubran y se apliquen para convencer a los líderes religiosos,
a los piadosos imanes del fanatismo radical, de que no existe el Paraíso o que si
existiera estaría cerrado a quienes lleguen a sus
puertas después de haber matado mediante atentado terrorista.
Si los imanes de todo el mundo, por un
milagro divino, decidieran que matar es un horrible pecado el terrorismo habría
terminado.
O, también, si por otro y aún más grande
milagro divino, los hombres dejásemos de
ser ambiciosos y nos conformásemos con vivir una sola y razonablemente feliz vida, el terrorismo suicida muy pronto sería olvidado.
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