Septiembre, aunque igual, es peor que julio. Parece que ha llegado, de verdad, lo más temido desde que las gentes supieron que había, de verdad, una crisis.
La vida diaria se va haciendo más dura, la desconfianza, el miedo y la desesperanza, me dicen y lo veo, dominan el pensamiento de las personas que caminan en la calle, conducen automóviles, entran y salen de las tiendas, están con los niños o los perros en los parques. Y, en España, en todas partes se escuchan cada vez más y más gritos del silencio.
Solamente veo satisfechas y optimistas, abrumadas de trabajo a personas que en la crisis han encontrado la oportunidad de emprender, de vivir y crecer trabajando por cuenta propia, recobrando el saber olvidado de los viejos oficios, imprescindibles desde siempre allá donde acampa la pobreza.
Lo habíamos olvidado, pero en España somos, perdido además el orgullo, de nuevo pobres. Ahora, como antaño, hay que arreglar los zapatos, estrechar los vestidos, pegar coderas, poner piezas a las sábanas, reparar los muebles, tapizar los almohadones, cambiar las aspas a los ventiladores y hacer funcionar los transistores.
España, ¡que tristeza! se está llenando de personas que pueden vivir de oficios olvidados aprendidos en la pobreza que solo valen mientras dura la pobreza.
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