Ignacio, el hijo de mi buen amigo Isidoro, luego de
una larga enfermedad, con veintiocho años, ha muerto.
Desde ayer por la tarde cuando lo supe, toda la noche, esta mañana en
el sepelio, ahora que escribo esto y probablemente por mucho tiempo, Ignacio, su madre, su
hermano y su padre están y estarán presentes
en mis pensamientos.
Han sido muchos meses de dolor sin esperanza, días y
días de angustia, horas llenas de vacío,
miles de minutos llenos de presencias del pasado y de recuerdos
sin futuro,
Una larga, casi eterna, despedida. Millones de segundos consumidos en la intimidad de la familia, Ignacio, su
madre, su hermano e Isidoro.
Arriba y abajo, caminando deprisa, la cabeza baja,
escuchando el repetido ¿Qué te pasa Isidoro?
Nada. A Ignacio,
a su madre, a su hermano y a Isidoro, les ha pasado tanto que no les ha pasado nada.
La propia vida que termina, la muerte próxima
del hermano y del hijo, nada, es un dolor tan espantoso que por ser tan grande quizá es nada.
Y es todo. Ignacio ha vivido una vida, su propia
vida, la vida que Dios, la
Fortuna o el
Destino, le han regalado y ha
vivido. ¿Larga? ¿Corta?, ¿Realmente, importa? Sí importa, importa mucho,
importa a quienes le han querido e importa
todo a su madre y a su padre, para los
que, pese a todo, nunca se habrá ido.
Creo que la muerte de un hijo es la mayor tragedia
que pueden vivir unos padres pero, porque así es la vida, Ignacio, en el dolor de sus padres, siempre estará
presente y siempre estará vivo.
Sean estas mis
palabras muestra real de que, ahora y siempre, en su tristeza, acompaño en su
sentimiento a la familia de Ignacio y a ese
hombre extraordinario que es mi buen
amigo Isidoro.
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