Hasta hace pocos años muchas personas en España guardaban terribles
secretos de familia.
La mayor parte de esos secretos podrían resumirse más o menos así: El abuelo,
además de golfo, era hijo
ilegítimo; la abuela se perdía por los
pantalones; un hermano de mi padre encontró
a su mujer en la cama con un fulano,
enloqueció, mató a los dos y se echó al tren; mi madre de jovencita se lió
con el cura, mi abuelo arregló el asunto y la casó con mi padre que no valía para
nada. Mi padre, muy religioso el muy
bandido, siempre mantuvo dos familias y
ya de mayores supimos que los vecinos
del tercero eran nuestros hermanos. Incluso entraban en la categoría de secretos muy guardados enfermedades
como la sífilis, la tuberculosis o la esquizofrenia frecuentes en la
familia.
En ocasiones los secretos
cubrían de silencio el origen de la fortuna familiar: Las hazañas del abuelo
que fue un terrible usurero, ladrón de iglesias, estafador de ancianos,
malversador de fondos, estraperlista o
literalmente un espiritista al que los ingleses colgaron de una verga
por negrero. O, los arreglos que hizo la
abuela en la cama de uno o de varios
ministros para que el abuelo
tuviera su primera gasolinera, la
construcción de un barco, una licencia de importación o fuera nombrado jefe de
abastos con derecho a porcentajes.
De cuando en cuando el secreto
familiar, espantoso por cierto, era que la guapísima abuela primero
fue una puta muy fina, luego
alcahueta de pro y finalmente se casó
con un viejo muy rico y muy verde, mató a
las dos hijastras, se quedó con toda la herencia y casó luego con el listo
que fue mi abuelo.
Evidentemente, las familias guardaban, sufriendo con
ellos, sus secretos. El terror a que los
niños se enteran antes de tiempo de los viejos dramas, que pudieran ser un obstáculo para el matrimonio
de las hijas o para la carrera profesional de los hijos o simplemente que se
supieran y ello mermara el honor de la familia,
era espantoso.
Hoy, afortunadamente, la mayor
parte de las familias no considera un drama terrible que el abuelo fuera un piernas, la abuela una
puta, o que el padre se casase con la
madre por dinero. Es verdad que a nadie
agrada que se comenten estas cosas y se prefiere mantenerlas
en silencio, pero no suponen un terrible drama.
Sin embargo, cuando parecía que
se había diluido el problema de tener secretos
familiares porque las cosas ya no son
como eran antes, resulta que ser
hijo o nieto de un gran delincuente es un
tremendo deshonor y que para ocultarlo hay personas que, sin renunciar a sus
herencias, se cambien los apellidos.
Y, me pregunto, si cunde el ejemplo y los hijos de los
políticos corruptos de nuestro tiempo siguen los pasos de los descendientes de los narcotraficantes patrios y, para
ocultar el origen de sus fortunas, cambian
sus apellidos, ¿Matará la corrupción viejos e ilustres apellidos?
¿Se convertirán respetados apellidos
de ayer en los nuevos y muy grandes
secreto de no pocas
familias?
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