Desde
que hace bastantes días, desde que se produjo la última tragedia conocida de la
emigración, el drama de Lampedusa con sus doscientos o trescientos muertos,
golpea una y otra vez mi pensamiento.
No se si ha sido el número de muertos, la visión imaginada de la desesperación en la cubierta del barco incendiado, el horror de las bodegas atestadas de ahogadas, el conocimiento de la Ley italiana que castiga el auxilio a inmigrantes náufragos, la empatía angustiada con quienes presenciaron el naufragio sin hacer nada, la expresión del Papa Francisco “Sólo me viene la palabra vergüenza, es una vergüenza", o quizá el conjunto de todo ello, hace llorar mi alma.
Y hoy, 12 de octubre, día de Fiesta Nacional, me despierto con la noticia de un nuevo naufragio las cercanías de Lampedusa, esta vez con cincuenta muertos, no se cuantos
desaparecidos y dos centenares de ciudadanos somalíes o eritreos rescatados del
mar para entrar en futuros de incertidumbre que para muchos de ellos pueden ser aún
peores que el
drama de vivir en Europa “sin papeles”.
Y tengo la certeza, aunque me ha costado trabajo, ya
me he convencido, de que cada año están muriendo cientos, miles de personas en
la emigración ilegal. En el Mediterráneo, en el Caribe, en mares de Asia y e África y en las fronteras de todo el mundo, hay muertos y
muertos. Posiblemente, si pudiéramos sumarlos todos, tendríamos millones de
muertos.
Está claro que algo hay que hacer y hay que hacer algo efectivo que, desde luego, no es cerrar con murallas, el hambre siempre las salta, a los pobres del mundo para que se mueran pronto, sin molestar a nadie, ni
alterar nuestras conciencias.
Por supuesto, ni en sueños hay que pensar en
eliminar, reducir, complicar o entorpecer la emigración de las personas por el
mundo. Todas la personas y probablemente todos los seres vivos que habitamos el
mundo somos hijos de emigrantes, de gentes que a los largo de los siglos, para escapar del hambre, la guerra o de las catástrofes
naturales, se han desplazado por los continentes, de uno en uno, en pequeños
grupos o pueblos enteros, buscando lugares en los que vivir y asentarse en
ellos, incluso matando por ello.
Tampoco, por supuesto, deberíamos pensar en que
sean los pobres de los países ricos los
que sufran más en sus carnes la solución de los problemas de los pobres de los países
más pobres….
Pero ¿Qué hacer?
En el curso de la reflexión que va desde la
tragedia del día 2 hasta que me he enterado
esta mañana del nuevo drama, han pasado por mi mente muchos temas que me hacen
pensar que el problema es complejísimo pero
que, acaso por serlo, como el nudo gordiano, tenga solución.
Posiblemente hay expertos en el mundo que podrían ofrecer soluciones radicales para atenuar e incluso resolver el
problema de los muertos en el mar, de los asesinatos en las fronteras o el de
otros dramas de la inmigración ilegal. Sin
embargo, también estoy seguro de que en todas las soluciones siempre se encierran nuevos problemas, que en el caso de la emigración
ilegal, pueden ser tan graves o peores
que los actuales.
Acaso deberíamos que pensar en comernos las patatas calientes una por una. Colocar los
problemas en una lista, analizarlos, delimitarlos, buscar las cusas profundas,
buscar soluciones, etc.
Y aquí está mi lista de patatas calientes, de
algunos problemas asociados a la inmigración ilegal, (de la legal soy un acérrimo
partidario), sobre los que creo que todos
deberíamos documentarnos y reflexionar:
Los múltiples tipos de emigración y sus
peculiaridades; el problema añadido de
la bigamia y los nuevos matrimonios en
la emigración; el detalle del proceso de emigrar, desde que surge la idea hasta
el final; de los emigrantes sin papeles
y su angustia de cada día; del racismo y la xenofobia de unos y de otros; de las consecuencias económicas de
las migraciones; del choque de culturas;
de la religión que mata; de las
vías para atenuar un poquito las
terribles tragedias que acompañan a la
emigración y otros más que ahora no es momento de comentar.
Para concluir esta entrada con un reflexión: Me parece
que el tema es complejísimo y que, para
colmo, todo apunta a que las posibles soluciones, además de muy técnicas, requieran una enorme generosidad de las personas concretas y del conjunto de la
sociedad.
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