La presencia que ha tenido Brasil en los
medios de comunicación durante los últimos años y especialmente durante las semanas del Mundial 2014, ha tenido un doble efecto: por una parte
todos hemos visto la pujante grandeza de un gran país que con razón está considerado como uno de los
más importantes entre los emergentes; y,
por otra, nos ha mostrado la pobreza, la desigualdad, la falta de educación
y muchas debilidades de la sociedad
brasilera.
La verdad es que yo me inclino a pensar que
lo bueno de Brasil supera con creces lo malo que ese país, como todos, contiene.
Sin embargo, la realidad es testaruda y los hechos, hay muchos, que no
pueden alterarse y con ellos se han llenado los periódicos, las pantallas de televisión, las tabletas y los
teléfonos móviles en todo el mundo: se ha visto la muy mala conjunción de
grandes riquezas e increíbles miserias; las muchas y grandes obras terminadas junto a no pocas
en exceso inacabadas; las fuerzas
policiales bien equipadas conteniendo a duras penas a manifestantes aguerridos sumamente descontentos; las grandes y hermosas ciudades con favelas miserables; los millones de vehículos perdiendo años en atascos detestables; la alegría de vivir mezclada con asaltos a mano armada; los más bellos paisajes
y la más pérfida destrucción de los
bienes de la tierra; la simpatía de las gentes trufada de trapacería, mala educación y repugnante prepotencia; y, lo peor de todo, la aparente alegría colectiva que quizá oculta cercanas y presentidas amarguras.
Sí, el Mundial 2014 ha descubierto al mundo
la más poliédrica imagen de un país lleno de contrastes en el que, para mal de
todos, no predomina el hermoso colorido
del trabajo bien hecho ni la paz que proporcionan las mejores esperanzas.
Ahora, hasta el final de los Juegos Olímpicos
de 2016 los brasileños tienen tiempo para limpiar algo los males que hemos
visto y volver a llenar los ojos del mundo con imágenes merecidas de los rasgos que hacen pensar a muchas personas, hoy menos que antes, que
Brasil es el mejor país del mundo.
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