martes, 9 de febrero de 2016

719. DECEPCIÓN, IMPOTENCIA Y AMARGURA

Cuando cayó el Muro de Berlín, un buen amigo, comunista de siempre, me explicaba sus sentimientos con una pregunta: Cómo te hubieras sentido tú, católico desde que naciste, si hubieras visto al Papa de Roma, Juan Pablo II, el día 10 de noviembre de 1989, hablando desde su ventana en  la Plaza de San Pedro,  anunciando que  la Iglesia Católica estaba  equivocada y que Dios no existe.

La decepción, la impotencia y la amargura de mi amigo, como es natural, me impresionó muchísimo. Había sido toda su  vida un buen comunista, admirador de Rusia, trabajador incansable y sacrificado, había sacrificado su carrera profesional, el bienestar de su familia e incluso su salud física,  a la misión heroica de proclamar y extender el comunismo en su país y en todo el mundo; y todo, con el Muro, se había desplomado.

Pues bien, aunque probablemente sin llegar al drama que vivió mi amigo, en estos tiempos, mi sensación que acaso comparto con  muchos españoles de mi generación es similar a la que él sintió cuando cayó el Muro de Berlín.

Hacer las cosas bien, trabajar duro, contribuir al bienestar y al progreso de mi país, sentir orgullo y disfrutar de los  continuados éxitos de los españoles y el constante e imparable progreso de mi patria, ha sido una constante durante muchos años, jamás me hubiera pasado por la imaginación que todo lo que he vivido pudiera ser un espejismo.

Parece que nuestra sociedad está dividida, que las rivalidades crecen, que el  resentimiento ha retornado y que el odio entre españoles  se abona y suben  de día en día. La convivencia se rompe y el otro, que no piensa como yo, es el enemigo. Una parte de la sociedad, envenenada y enferma,  se apresta a destruir todo lo que hemos construido, con muchísimo esfuerzo, entre todos.

Y, estos terribles sentimientos de decepción, impotencia y amargura, acaso para mal, me tientan y, no pocas veces me obligan, ante los hechos, a callar, a, porque hablar no es útil, guardar silencio, a esconderme en lo íntimo en lo familiar, en lo que es próximo y todavía humano, a olvidar que hay mañana y vivir el día a día, a construir ficciones en mundos soñados.


¿Exagero? Es posible que así sea, es posible que, sin darme cuenta, me haya vuelto viejo, nada ansío  tanto como estar equivocado y nada desearía  tanto como estar diagnosticando como mortal un simple catarro. 

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