Cuando cayó el Muro de
Berlín, un buen amigo, comunista de siempre, me explicaba sus sentimientos con una
pregunta: Cómo te hubieras sentido tú, católico desde que naciste, si hubieras
visto al Papa de Roma, Juan Pablo II, el día 10 de noviembre de 1989, hablando
desde su ventana en la Plaza de San
Pedro, anunciando que la Iglesia Católica estaba equivocada y que Dios no existe.
La decepción, la impotencia
y la amargura de mi amigo, como es natural, me impresionó muchísimo. Había sido
toda su vida un buen comunista,
admirador de Rusia, trabajador incansable y sacrificado, había sacrificado su
carrera profesional, el bienestar de su familia e incluso su salud física, a la misión heroica de proclamar y extender el
comunismo en su país y en todo el mundo; y todo, con el Muro, se había desplomado.
Pues bien, aunque probablemente
sin llegar al drama que vivió mi amigo, en estos tiempos, mi sensación que acaso
comparto con muchos españoles de mi
generación es similar a la que él sintió cuando cayó el Muro de Berlín.
Hacer las cosas bien, trabajar
duro, contribuir al bienestar y al progreso de mi país, sentir orgullo y disfrutar
de los continuados éxitos de los
españoles y el constante e imparable progreso de mi patria, ha sido una constante
durante muchos años, jamás me hubiera pasado por la imaginación que todo lo que
he vivido pudiera ser un espejismo.
Parece que nuestra
sociedad está dividida, que las rivalidades crecen, que el resentimiento ha retornado y que el odio entre
españoles se abona y suben de día en día. La convivencia se rompe y el
otro, que no piensa como yo, es el enemigo. Una parte de la sociedad,
envenenada y enferma, se apresta a destruir
todo lo que hemos construido, con muchísimo esfuerzo, entre todos.
Y, estos terribles
sentimientos de decepción, impotencia y amargura, acaso para mal, me tientan y,
no pocas veces me obligan, ante los hechos, a callar, a, porque hablar no es útil,
guardar silencio, a esconderme en lo íntimo en lo familiar, en lo que es próximo
y todavía humano, a olvidar que hay mañana y vivir el día a día, a construir
ficciones en mundos soñados.
¿Exagero? Es posible
que así sea, es posible que, sin darme cuenta, me haya vuelto viejo, nada ansío
tanto como estar equivocado y nada
desearía tanto como estar diagnosticando
como mortal un simple catarro.
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