Solo para sentir la fuerza del amor y la
continuidad de la vida, aun sin
invitación, vale la pena asistir a la
celebración de una boda. En el presbiterio de una iglesia, en la sala de un juzgado, o ante el altar
de las bodas celtas, cuando,
antes de recibir la bendición del oficiante, sacerdote, juez de
paz o madre druida, los
novios se miran al darse el sí, siempre se desprende de ellos un
resplandor del amor que llena el espacio y penetra en los corazones de quienes
asisten a la boda.
Y,
cuando, como ayer, quienes celebran su matrimonio, quienes se casan, son miembros de la familia,
la intensidad de sus sentimientos, estalla en el corazón y llena el alma
de quienes les queremos.
Ayer,
en la boda de Rocío y de Jorge, mis sobrinos,
al calor de una boda grande, con la iglesia
iluminada, los ritos de siempre,
trajes de ceremonia, los rostros emocionados y los oídos alerta,
resonaron sus palabras de compromiso eterno.
Ayer,
en la boda de Jorge y Rocío, los novios, con su felicidad, más allá de lo
solemne y de lo festivo, me regalaron, nos regalaron a todos, el
sentir de su amor, el inmenso regalo de Dios que es vida y prolongación de la vida.
Rocío
y Jorge, felices y enamorados, ayer
comenzasteis vuestra vida de casados, por ello, con todos los vuestros,
pido a Dios y os deseo de corazón que lo que ahora sentís sea la llama que alimente una gran hoguera de amor en la que viváis por siempre.
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