Sí, ya sé que aunque hace un tiempito lo fui, ahora no soy el más joven
de la familia, el más joven en el trabajo ni el más joven en casi ninguna
parte.
Si es cierto que cada siete años se renuevan todas las células, ya he
consumido diez y mi hálito de vida está engastado en el undécimo
de mis cuerpos.
Sí, es verdad que mi pelo ha
pasado del castaño oscuro al blanco plateado, que en mi rostro hay arrugas, que
para oír y masticar necesito no pocos
refuerzos y que mis piernas me llevan cada día que pasa, con pasos más lentos.
Sí, tengo que reconocerlo, hay, más que antes, cosas que no entiendo y, año a año, me atrevo a menos.
Sí, aunque no me gusta un pelo, a veces me veo un poco desgastado y,
aunque me resisto, algo viejo.
Incluso, lo diré, me sorprendo leyendo, antes que otras cosas y siempre
lo primero, el ABC por detrás, para saber si debo acudir a funerales o
entierros.
Sí todo eso es cierto. Pero, como para vivir y disfrutar la vida no es
necesario, como es poco agradable, salvo en contadas ocasiones, no lo pienso…
¿Qué por qué escribo esto?
En dos días, dos hechos que han
sido, aunque no del todo, malas sorpresas:
Ayer en la Misa Funeral de Jesús, persona excepcional, compañero del
colegio y para mí muy querido, me
sorprendió lo mayor que estaba, “lo viejo” que parecía, cuando subió al Altar,
el sacerdote, que oficiaba y que era también compañero del mismo curso del
colegio. Pues bien, para animarnos, Jorge, así se llama nuestro pastor de
almas, al comenzar su homilía, recordó a los asistentes la sorpresa que tuvo
cuando hace cinco años, celebrando en la misma Iglesia, los 50 años de la
salida del colegio, se dio cuenta de que sus compañeros eran “viejos”. Acaso, porque es prudente, no expresó en alto lo que pensaba de cómo
estábamos los compañeros que le
escuchábamos en ese momento.
Esta misma mañana, en el metro de Madrid, en la estación de Moncloa,
una joven universitaria, se veía saliendo de su bolso un libro de Derecho Mercantil, levantó la vista
de su teléfono, inmediatamente se puso
de pie y me ofreció su asiento. ¡Qué susto! Por supuesto, agradecí su gesto y le
rogué, casi imploré, que siguiera sentada en su asiento.
Pues bien, en la estación siguiente, Ciudad Universitaria, la chica salió
del tren y con ella muchos viajeros, el vagón quedó casi desierto y yo, acaso por
la sorpresa, muy cansado, me desplomé en el asiento…
Ahora, transcurridas varias horas, no dejo de pensar en las palabras que
ayer nos regaló Jorge y en el gesto amable de la estudiante de Derecho: No son del
todo una sorpresa pero…aunque no lo sea, empiezo a parecer un poquito viejo.