Al igual que hoy, aunque no Viernes Santo, el lunes 7 de
abril de 1975 fue, lo recuerdo bien, un día precioso, lleno de luz y el primero,
para mí, de las grandes emociones: nació mi hijo mayor, Luis Flores.
Mi mujer, Cristina, luego de un buen embarazo, al anochecer
del viernes anterior, supo que el niño estaba a punto de nacer y, siguiendo al
pie de la letra las instrucciones de su médico, fuimos al Nuevo Parque, entonces
una clínica de moda, donde, porque el parto estaba próximo, quedó internada.
Y, aunque por una parte nos quedamos tranquilos, por otra fue
el comienzo de otra, aunque pequeña, durante horas, gran preocupación: al salir
de casa, Lobo, nuestro enorme pastor alemán, se había metido en el coche detrás
de Cristina y, empeñado en ir con nosotros, no hubo forma de sacarlo. Así, ya
de noche, di un paseo al perro, este bebió de un cuenco con agua, que no
recuerdo de donde salió, y lo dejé, bastante tranquilo, sentado en el coche
como un señor.
Cristina, aunque inquieta y algo temerosa, alguien como mala
idea le había dicho que el parto, sobre todo, era dolor; a lo largo de la noche me hizo levantarme de
la cama dos o tres veces para que fuera a comprobar como estaba el perro y si
seguía tranquilo, ladrando lo justo, en su lugar.
Al fin llegó la
mañana, vino la enfermera del doctor, y porque su jefe estaba cazando, detuvo
el parto, no sé cómo lo hizo, dijo que todo iba bien, que tuviéramos calma,
¡era una bruja!, y mintiendo, nos tranquilizó.
Dejé a Cristina sola, ¡qué horror!, llevé a Lobo a casa, lo
dejé disfrutando del jardín, y en menos de una hora estaba de vuelta, con ella,
en la habitación.
Pero claro, en mi ausencia porque algo tenía que hacer, había
hablado con su madre y esta, a media mañana, con mi mujer como una rosa, había
tomado como suya la habitación y mandaba, como siempre, con autoridad y sin
pudor.
Y, ¡cómo eran las cosas entonces!, luego de la suegra,
durante dos días completos, sábado y domingo, ¡yo era un pardillo!, la
habitación, el pasillo y las dos salitas del fondo estaban tan concurridas con
visitas como si en lugar de esperar un parto estuviéramos en un fiestón.
Llegó, ¡al fin!, la mañana del lunes, apareció la bruja, y,
como si nosotros tuviéramos la culpa, dijo muy seria: ¡el niño se ha enredado
en el cordón!...
Fueron dos horas de angustia, llegó el doctor, bajaron a
Cristina, aterrada, a dar a luz; a poco, ¡gracias a Dios!, el niño, nuestro
primer hijo, Luis, nació.
La habitación se llenó de flores, no imaginaba que cupieran
tantas; se reanudó la romería, todo el mundo quería ver al niño; un niño que
pequeño, peludo y feo, a su madre y a mí nos parecía precioso.
Y luego el nombre; mi padre quería que se llamase como él,
José Luis; a Cristina no le gustaba, la verdad es ella hubiera querido llamarlo
Valero, como mi suegro; así que, por contemporizar, ella también, entonces,
todavía era pardilla, optó por Luis; Luis Flores, puntualizó mi padre diciendo que ese era el
nombre completo de su padre, mi abuelo.
No recuerdo mucho de los días que siguieron al nacimiento
de Luis, pero en mi memoria quedó grabado para siempre el 7 de abril de 1975 como
el primero de los muy pocos realmente emocionantes en mí ya larga vida.
Muchas felicidades, muchas felicidades hijo, también de tu
madre que, desde el cielo, hoy, 7 de abril de 2023, está disfrutando lo mucho que ha crecido y que guapo es Luis
Flores, su niño.
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