Ayer, veintitres de agosto de 2014, nació mi
nieta Constanza.
Se ha tomado unos días para decidirse a nacer, probablemente lo ha hecho porque ha vivido
desde hace nueve meses en la cálida seguridad del vientre de su madre y, por saber ya de la vida, necesitaba terminar de prepararse para
afrontar el apasionante desafío de ser mujer.
Por fuera se ve que es pequeñita, tiene la piel entre blanca y rojiza, el pelo
rubio, mueve con soltura sus brazos y sus pies. Está llena de vida,
todavía no abre del todo los ojos,
respira bien, se agarra al pecho
de su madre y sabe comer.
Por dentro es un enigma precioso, el vínculo de vida,
que une su cuerpo y su alma al río de existencias anteriores, conforma en parte su futuro pero deja para ella la libertad suficiente para hacer lo que quiera y esto hace, como
siempre que nace un niño, que su futuro esté lleno de misterio, de apasionantes
misterios.
Y, lo mejor de todo, Constanza, mi nieta, ella aún
no lo sabe, tiene un inmenso tesoro: el espacio ahora vacío, un
lugar pequeño en su cuerpo y en su alma,
que un día llenará con amor y hará de ella un nuevo eslabón en la cadena de
la vida.
Felicidades Cristina, felicidades Marcos, felicidades
hijos; sabed que, con mis palabras, hoy prestadas, Constanza os da las gracias por haberla amado desde su primer día, muchísimo antes de que ayer haya nacido.
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