lunes, 15 de septiembre de 2014

539. DE LAS BODAS Y DEL AMOR

En una semana he viajado  a  Jarandilla,  en la comarca extremeña de La Vera    y  a Zaragoza, capital de Aragón.  En ambos casos  el  motivo ha sido el mismo: asistir a  dos bodas, la de Berta sobrina de mi mujer que se ha casado con  Jacinto y la  de mi sobrino José que lo ha hecho con María.

Han sido ceremonias bien distintas, la una en el marco solemne  de  la  Iglesia de San Felipe y Santiago el Menor   y  la otra  entre  la minúscula  sala de bodas  de un pequeño ayuntamiento y   el angosto  espacio al aire libre  de una profunda garganta  abierta al cielo, rodeada de  árboles grandes y viejos, húmedos helechos y  enormes  piedras.

Las ceremonias,  absolutamente distintas, casi iguales: en una Plegarias de Dios  a la Virgen y a Todos los  Santos; en la otra  súplicas a la Madre Tierra  y a los Vientos  del Norte, del Sur, del Este y del Oeste;  en las dos votos de fidelidad  eterna  de los labios contrayentes   y súplicas  silenciosas en los corazones  de los asistentes para que el amor mutuo que  ahora  muestran  los nuevos esposos  se mantenga y crezca mientras vivan.

Más tarde,   las  celebraciones que fueron en apariencia muy  diferentes:  la primera una  fiesta  con música  esotérica, duras  canciones y  la prueba de algunas viandas  extrañas consumidas en pié o sentados en inestables taburetes; la segunda normal, con música de siempre, en  un adornado  jardín, mesas con manteles  blancos de buen algodón,  platos conocidos y vinos de toda la vida. Pero, a la postre,  las dos iguales: la misma alegría,  los mismos deseos de amor y, en todos los asistentes,  la misma esperanza de que este día sea para los novios el comienzo de una larga  vida de amor.  

Dicho sea que  aunque en las bodas   disfruto  las  liturgias solemnes que, por conocidas valoro y comprendo,  no dejo de sentir cierta empatía  con  quienes  encuentran en lo extraño  el  soporte  emocional de   ritos  diferentes para  sentir y asentar con  ellos las máximas verdades  que dan sentido a la existencia: el amor,  la prolongación y el final de la vida.  Sin embargo, y casi a mi pesar, reconozco que las dos bodas, antitéticas en  la forma  son iguales en el fondo y que me han causado una enorme alegría: dos mujeres y dos hombres e mi familia  han proclamado su amor y son ello, en ese amor,  han  unido sus vidas.

Por todo ello, pido a Dios, a la Virgen María, a San Felipe, a Santiago el Menor, a Todos los Santos,  a la Madre Tierra y  a los Vientos del Este, del Oeste, del Norte y del Sur, que Berta y Jacinto, María y José, que  lo que  hoy les  ha unido  sea solo la chispa que ha encendido en ellos  una inmensa hoguera de amor en la que, Dios lo quiera,  se abrasen  todos y cada uno de los días de sus preciosas vidas.  

Nota:

Y, en cualquier caso, de todo lo anterior, para mí,  sin duda alguna, lo más importante, es que Berta y María tienen  ya un valioso   papel en que se dice  que están casadas.

1 comentario:

Jorge Parise dijo...

Creo que esta carta es una obra de amor, de madurez y de aceptación de la realidad y alegría por que en ambos casos ponen su vida en algo que sienten dentro de ellos y por encima de sus vidas.
José Luis, Muchas gracias por esta lección, que con Cristina, nos dais día a día.