En una semana he
viajado a Jarandilla, en la comarca extremeña de La Vera y a
Zaragoza, capital de Aragón. En ambos
casos el
motivo ha sido el mismo: asistir a
dos bodas, la de Berta sobrina de mi mujer que se ha casado con Jacinto y la de mi sobrino José que lo ha hecho con María.
Han sido ceremonias
bien distintas, la una en el marco solemne
de la Iglesia de San Felipe y Santiago el Menor y la otra
entre
la minúscula sala de bodas de un pequeño ayuntamiento y el angosto espacio al aire libre de una profunda garganta abierta al cielo, rodeada de árboles grandes y viejos, húmedos helechos
y enormes piedras.
Las ceremonias,
absolutamente distintas, casi iguales: en
una Plegarias de Dios a la Virgen y a
Todos los Santos; en la otra súplicas a la Madre Tierra y a los Vientos del Norte, del Sur, del Este y del Oeste; en las dos votos de fidelidad eterna de los labios contrayentes y súplicas
silenciosas en los corazones de los asistentes para que el amor mutuo que ahora muestran
los nuevos esposos se mantenga y crezca mientras vivan.
Más tarde, las
celebraciones que fueron en apariencia muy diferentes: la primera una fiesta con música esotérica, duras canciones y la prueba de algunas viandas extrañas consumidas en pié o sentados en inestables
taburetes; la segunda normal, con música de siempre, en un adornado jardín, mesas con manteles blancos de buen algodón, platos conocidos y vinos de toda la vida. Pero,
a la postre, las dos iguales: la misma
alegría, los mismos deseos de amor y, en
todos los asistentes, la misma esperanza
de que este día sea para los novios el comienzo de una larga vida de amor.
Dicho sea que aunque en las bodas disfruto
las liturgias solemnes que, por conocidas valoro y
comprendo, no dejo de sentir cierta empatía
con
quienes encuentran en lo extraño el soporte
emocional de ritos diferentes para sentir y asentar con ellos las máximas verdades que dan sentido a la existencia: el amor, la prolongación y el final de la vida. Sin embargo, y casi a mi pesar, reconozco que las
dos bodas, antitéticas en la forma son iguales en el fondo y que me han causado
una enorme alegría: dos mujeres y dos hombres e mi familia han proclamado su amor y son ello, en ese
amor, han unido sus vidas.
Por todo ello,
pido a Dios, a la Virgen María, a San Felipe, a Santiago el Menor, a Todos los Santos,
a la Madre Tierra y a los Vientos del Este, del Oeste, del Norte y
del Sur, que Berta y Jacinto, María y José, que lo que hoy
les ha unido sea solo la chispa que ha encendido en
ellos una inmensa hoguera de amor en la
que, Dios lo quiera, se abrasen todos y cada uno de los días de sus preciosas
vidas.
Nota:
Y, en
cualquier caso, de todo lo anterior, para mí, sin duda alguna, lo más importante, es que Berta
y María tienen ya un valioso papel en que se dice que están casadas.