SALTAR EL LÍMITE
Pues sí, estoy muy, pero que muy enfadado con el confinamiento, tan enfadado que, lo sé bien, tengo que limpiar mi mente enseguida, antes de que se me crucen demasiado las neuronas, me estalle el corazón, me dé un soponcio o me mate un patatús.
Y no es consuelo que me digan lo acogedora que es mi casa; lo que disfruto paseando la Avenida de los Reyes Católicos, alerta desde hace días al temible abrazo de la gitana bella y peligrosa; o lo bien que lo paso tomando un café, sentado al sol de otoño en la Gran Vía de Majadahonda. ¡No!, me digan lo que me digan, que es para mi bien, para que el bicho no me vea, para que el virus no me contagie; que es para que no sufra, que es para que llegue a más viejo, pero la realidad es que estoy ¡confinado!, no puedo salir de los límites de la ciudad, no puedo cruzar esa terrible línea del mapa que, cuando era libre, jamás veía y muy rara vez pisaba.
Mis hijos, mis hermanos, mis nietos y también mis amigos, de pronto, están muy lejos, tan lejos que ni en el mejor avión, puedo llegar a ellos, a verlos, a tocarlos, a estar con ellos. ¡Es el peor mal que puede sufrir un viejo!
Se han encendido las luces de la calle y me asomo a la ventana: ¡no pasa nadie y todo es silencio! Me escondo en Aristófanes, entro en el foro, veo mandar, vestida de hombre, a Praxágora mientras habla sin parar, ¡qué mujer! moviendo su lámpara porque no puede estarse quieta y, sin darme cuanta, no puedo evitarlo, salgo de la asamblea de mujeres y me encuentro pensando que hasta en la antigua Grecia las mujeres eran más valientes que yo, se saltaban las prohibiciones y por la noche, a escondidas, salían de sus casas; ni sus maridos, ni las leyes, ni los guardias podían impedirlo; ¡vamos anda, nosotras confinadas!
Trato de volver con Aristófanes, y no puedo, me muero de envidia de esas mujeres que se saltan las reglas, que cambian el orden y que, por su voluntad, no están confinadas.
En mi angustia me quedo frío ¡esto se pone mal! me digo. Pero otro recuerdo viene en mi auxilio: dos mujeres me hablan, mi madre que dice: ¡sé valiente niño! Y mi mujer, que me mira ¡vamos José Luis, haz lo que debes, eso del confinamiento no va contigo!
Es ya noche cerrada y ahora mismo, con el sombrero calado, muy abrigado, y el bastón en la mano, dejaré de escribir y, caminando llegaré hasta el límite, saltaré la raya, saldré del confín, respiraré hondo y, ya tranquilo, volveré a casa.
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