lunes, 17 de junio de 2024

1113. ESCRITO A MANO PARA NO OLVIDAR


El día 27 de febrero, sin que estuviera en mis planes, ingresé, me ingresaron, en el Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda, para tratarme de una muy peligrosa infección, una Gangrena de Fournier, que se había apoderado de mi cuerpo.

Afortunadamente, gracias a la pericia, fortaleza y buen hacer de una joven cirujana y del trabajo de un excelente equipo, casi un mes después del ingreso me dieron el alta hospitalaria y pasé a estar internado en una residencia con medios adecuados para tratar una larga y difícil convalecencia de la enfermedad, que ha durado hasta el día 15 de junio, fecha en que he conseguido volver a casa.

De los primeros días en la residencia tengo pocos recuerdos y muchos de ellos confundidos con otros de la estancia en el hospital; sin embargo, tengo buena conciencia de que en un momento de lucidez pensé que debía escribir unas  notas para no olvidar lo duro de la experiencia que estaba viviendo. Así, poco a poco conseguí reunir dieciséis  páginas, escritas a mano y deslavazadas, que contienen mi experiencia, o lo que me parece ha sido mi experiencia, en lo más duro del proceso de convalecencia  que he vivido en una residencia, entre el 22 de abril y el 11 del mes de mayo de 2024. y que ahora, 17 de junio, porque estoy mejor y ya en casa, he decidido publicarlas, todas juntas, reunidas en una sola entrada en el blog.

Y, sin más, con el deseo que esto sirva a alguien  para algo, paso a transcribir, ahora en el ordenador, las citadas páginas.

 

ESCRITO A MANO PARA NO OLVIDAR

Hoy, 25 de marzo de 2024, en el limbo que es sentirte en el comienzo de lo que, seguro, va a ser una muy  larga convalecencia, he pensado que me puede ayudar hacer que mi cabeza busque y mis manos escriban lo que creo que son los recuerdos y las vivencias de los muchos días que han pasado desde que el 27 de febrero ingresé en el Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda, hasta el día 22 de marzo en que recibí el alta hospitalaria y ahora, en los días posteriores en el camino de la convalecencia que, ¿quién sabe de su éxito?, he comenzado a recorrer.

Son muchos días y son muchas las experiencias, tantas que, mezcladas en nudos imposibles, no puedo desenredar y observar, aisladas cada una, y comprender su realidad y su coherencia, o si son nada mezclada con ensueños. Por esto, me resisto a la crónica del día a día y, buscando, tropiezo de bruces con las grandes sensaciones.

Mis hijos me cuidan mucho y también mis hermanos, soy un hombre muy afortunado, Y, al pensar en ello recuerdo, con no poca vergüenza, las palabras de afecto que aparecen en el vídeo que me regalaron en mi 80 cumpleaños, hace unos pocos días.

Las palabras de mis compañeros, de mis hermanos, de mis hijos, inmerecidas, me han acompañado en las noches, eternas, llenas de dolor, del hospital.

Lo peor del todo han sido las noches, con la cama clavada en el cuerpo; los pies tropezando en el extremo, fríos del todo o calientes de fragua.

No, no era la soledad. Aunque estas solo en el dolor, no es cierto, están los tuyos, tus hijos, tus hermanos, que sufren contigo y hacen cuanto pueden para aliviarte.

He rezado mucho, el Ave María, sobre todo, que, rota muchas veces, he repetido, contada mal, con los dedos haciendo de cuentas del rosario.  Sí, ya sé que Dios nos ha dado todo lo que podía, quería o tenía que darnos, que eso de la “oración de petición” vale entre poco y nada para conseguir algo, pero vale entre mucho y todo para animar el alma.

Tengo ante mis ojos a la joven cirujana, se llama Laura, que, convenciendo a otra doctora, me pareció menos joven, para abrirme el escroto y vaciar la infección que me llevaba directo a la muerte. Y no tuve entonces, aunque lo había, percepción de riesgo, de peligro en realidad.

Pero, lo sé bien, soy prescindible y casi lamento no haber muerto, sin darme cuenta, en el sueño de la infección desbocada. Nacer y morir es duro, pero el cómo de la muerte me da miedo, me espanta. He rezado muchas veces el “Angelito de mi  Guardia”, el “Jesusito de mi vida”, el “Cuatro esquinas tiene mi cama”, el Padre Nuestro y rosarios y rosarios de Aves María.

No, no es como escuchar lo que me dicen mis hijos que vienen o hablan en el teléfono; no, las palabras amigas suenan lejanas, apenas tienen peso en el aire y resbalan antes de penetrar en el pensamiento. Cuando rezaba, cuando hoy todavía rezo, las palabras están limpias, claras son reales, y aunque no veo a los ángeles ni a la Virgen María, es como si estuvieran muy cerca.

A veces, no sé si muchas, he llamado a mi padre y a mi mujer. Sí, he sido un niño querido que ha compartido con muchos hermanos el amor de sus padres, pero quizá nadie en el mundo me ha querido como mi mujer. La he llamado, a ella y al abuelo Luis y al resto de los abuelos. No he llamado a mi madre, y creo que en mi cabeza tengo que “hacer las paces” con ella, no tengo dudas, sé que, aunque me cueste mucho, tengo que hacerlo.

¿Lo he dicho ya todo? ¿he dicho algo? Es muy difícil saberlo; cuando estas atrapado en un final de la vida todo lo que antes importaba se convierte en nada y lo que era baladí cobra lo que es su real importancia.

Es como lo simple que es perder el poder, me asombra haberlo tenido. El dolor es mayor que el poder, aunque sea en escalas distintas. Pero no tiene duda, olvidar también me avergüenza y sé que el poder, realmente, tiene un valor poco significativo.

Bajo el gris del cielo, los árboles inmóviles me llaman con un aparente silencio. Me ponen, me pongo, a prueba, sin propósito, como en un juego, los demás, generosos, para ayudarme a ser yo.

Es difícil estar sentado, el dolor que arrastro desde hace muchos días no cesa de molestarme, y, cuando no resisto y me tiendo en la cama es aún peor. ¿Un calmante? Quizá; quizá necesito calmar el dolor y descansar un rato. La noche ha sido larga, medio despierto, engañando las horas leyendo cualquier cosa, escuchando en la radio cosas que hoy en nada me importan.

Intento levantarme, me dejan solo para llegar a esta mesa, tiene que verme el doctor. Es por la herida, y cuando cure la herida estaré bien. ¡Qué bueno es sentir que no tienes cuerpo!

Ayer, en un desafío de niño pequeño perdí la sonrisa al darme cuenta de que era, que   soy, incapaz de levantarme de la silla sin usar las manos para apoyarme.

Un pájaro canta en la terraza de la habitación que, espero, nunca llegaré a considerar como “la mía”, y hasta puedo ver  árboles a través de la ventana.

Y, me doy cuenta de lo débil y perdido que estoy en los dolores agarrados al escroto y a la punta del pene, escribiendo naderías para, quizá, no volver a lo importante, al Ave María rota, al Angelito de la guarda, o al miedo a la forma en que llegará la muerte. Pero sí, a pesar de todo debo seguir escribiendo.

Poco a poco estoy recuperando la noción del tiempo. Hace cinco días, el viernes por la tarde salí del hospital y llegué a la residencia, lo he comprobado y, aunque a ratos me parece menos y a ratos más, son eso, cinco días.

Claro que en estos días he ido, me han llevado, mi hermana Blanca y mi hija Cristina, dos veces al hospital, he subido y bajado, con ayuda, de la habitación muchas veces  y las sillas o los sillones siempre están duros; y la cama también me hace daño.

Pienso poco, pero me acuerdo muchas veces de mi amigo Juan Ramón, que está dolorido por la quimioterapia y que tan buen ánimo mantiene a pesar de estar tan malito. También me acuerdo de Josemari y de Livinio que el año pasado  casi se murieron los dos. Y de mi padre, también un poco de mi madre, y de Cristina, ella, si pudiera discutiría con los ángeles para mantenerme como su propiedad.

Pero, sobre todo rezo, rezo el Ave María, y lo rezo muchas veces, me hace bien. Y entre las cuentas del rosario que son mis manos y mis dedos, están Mateo y Olivia, Cristinita, Mariana, Luisito, Coti y Pablo, mis nietos; y mis hijas, que son mujeres estupendas y merecen lo mejor.

El papel blanco atrae mi mano como un trozo de hierro es atraído por el imán. Y, no es, no son historias completas, son solamente ideas, atisbos sueltos, leves e inconsistentes, que pululan libres alrededor de mis pensamientos. Nada es sólido y lo es todo: el patio cubierto, las mesas y las sillas de mimbre ocupadas por hijas, hermanas, esposas, que acompañan a viejos más o menos desvalidos. Las ropas cuidadas de las visitas, el salir del aburrimiento que se lee en el rostro de un adolescente cuando sigue, hacia la puerta a su madre que sujeta y camina con su propio padre, y lo hace, se ve, con amor de hija.

Al fondo una luz, es de la máquina que vende agua y solo admite monedas; mis cinco euros de papel no son aquí medio de pago; y hay mujeres, vestidas de azul, que corretean, atentas, entre las viejas sentadas en el salón contiguo a esta terraza.

No sé si esta tarde vendrá alguno de mis hijos, esta mañana lo hizo Cristina; Victoria con sus niños; o Luis, si puede venir. Me gusta mucho que vengan a verme, pero entiendo muy bien que es  complicado para ellos y, muchas veces es mejor que no vengan.

Miro la hora, son las 18:40, temprano o muy tarde, no lo sé; es independiente de lo que dice el reloj.

Esta página está llena de ideas poco conexas; y, ¡qué curioso!, siento que sería capaz, aunque no ahora, de convertirla en un relato coherente y articulado en un tiempo no muy largo y que, es posible, podría llegar a ser, por ejemplo, expresión de lo que es, ha sido, el muy duro “quinto día” desde que salí del hospital.

Hoy es Viernes Santo, en televisión hay muchas imágenes de procesiones que han salido y de otras que se han cancelado por la lluvia. Me gusta el Viernes Santo, y me gustaba cuando era joven y comenzaban a celebrarse las procesiones en Torrelodones. Fue mérito de Agapito, un hombre bueno, con mucha iniciativa que supo apoyarse en la gente de un pueblo desarrapado que no tenía nada, ni siquiera conciencia de ser un pueblo.

Vienen a mi memoria recuerdos del todo perdidos. Pedro el usurero, sentado junto a la báscula en que pesaba el grano y, yo no lo sabía, hacía dinero; y la iniciativa de José Luis con sus bicicletas, no había coches, y el panadero, y los gritos del hermano de Teodoro Domingo

No pensaba que el bolígrafo se podía deslizar, casi sin esfuerzo, por más allá de caminos enterrados hace cincuenta, sesenta o setenta años. ¿Qué fue de Serra?, no recuerdo su nombre de pila, quizá cincuenta, sesenta o setenta años. ¿Qué fue de Serra?, no recuerdo su nombre de pila, quizá quería ser un intelectual y, por eso, leía poesía o nos hacía sentir el olor de las tardes lluviosas del comienzo del otoño; y, ni siquiera recuerdo dónde vivía, ni los años que tenía, ¿seis, cinco, más que yo?

Escribir en la residencia, estando tan malito, es como escribir un diario como el que llevé, de niño y de joven, tantos años, y quemé porque, de repente, descubrí que aportaba nada; solo tenía hechos, y los hechos, siendo todo, son nada. Y estas hojas valen tan poco como el diario, pero ahora, porque no tienen hechos, son pedazos de vida unidos por las líneas que he trazado con la mano que uso, después de muchos años, para escribir.

Es extraño, hasta ayer por la tarde no lo había pensado, pero me parece, tengo la sensación de que no voy a superar la enfermedad, que en cualquier momento la infección volverá a instalarse en alguna parte de mi cuerpo y, como en un caldero de fuego, las bacterias saltarán y saltarán comiéndose todos los tejidos sanos hasta que no quede nada.

Y, lo cierto es que cuando, en mi cansancio, lo pienso, solo se me ocurre rezar el Ave María y pensar  en tumbarme en la cama, muy quieto, para sentir menos el dolor.

Tengo pendientes varias llamadas de teléfono, no se cuántas, pero me siento incapaz de mantener una conversación  mínimamente coherente, con una voz razonable y no como si saliera del abismo.

En realidad, estoy mal y aunque pueda mejorar no creo que pueda volver a ser lo que era.

 Me alegra haber dejado terminado el último libro, Reflexiones y recuerdos, el final, solo falta añadir o quitar unas páginas para la publicación de la obra. Y cuando esté, si llego a estarlo, un poco mejor, regalaré el libro a los hijos, a los hermanos, a los amigos. Los pequeños garabatos, letras quizá ilegibles, han llenado esta hoja en la que he descubierto que estoy, que sigo estando, muy malito y que es muy posible  que no me pueda recuperar nunca, que sea ya, para siempre, un viejo dependiente y  vivo a pesar de prescindible.

Una de las cosas que me han sorprendido en este nuevo “estar malito”, es la pérdida del sentido de  la empatía, incluso casi he perdido la palabra. los demás dejan de existir, solo te importas tú, tus dolores, tus temores, tus cansancios o tus ningunas ilusiones, incluso cuando rezas lo haces por nadie o por ti, los demás no importan.

Y me parece terrible, hay a mi alrededor otras muchas personas que sufren, cada una a su modo, más, mucho más de lo que pueda sufrir yo, aunque no sea eso ningún consuelo.

Ayer me sorprendí mirando a los viejos, muy serios, sentados en silencio, esperando la cena. ¿Qué pasados guardan sus memorias? Y veo muchas visitas a residentes, jóvenes, mayores, hijos, hermanos, nietos, A veces se ve el cariño que late en las expresiones de los rostros; a veces trasladan cansancio, mucho cansancio. Y luego las soledades. Sí, hay muchas soledades a mi alrededor, pero no puedo, no quiero, ser parte de los escenarios vividos o soñados por mi o por los “compañeros”, aquí todos se dicen “compañeros” y, a mí me repugna la palabra porque supone renunciar al propio nombre.

Es extraño y es normal, poco a poco mi espíritu crítico o mi capacidad para empatizar, o al menos, entender a los demás, vuelve a estar de alguna manera presente ante mis ojos y entre mis manos.

Cada vez más me pregunto, cuando miro a los viejos que me acompañan, ¿qué piensas mientras esperas? Y, ¿de verdad, de verdad, esperas algo? Sí, pienso que esperar es una paradita que anuncia la llegada de la muerte.

Ya tengo mi ordenador sobre la mesa. Victoria lo ha puesto en marcha y tengo acceso a cualquier cosa. Y, pero siento que aún no estoy preparado para dejar que sea la mano quién articule los pensamientos.

Ha venido Eduardo a verme, y lo he agradecido. Es increíble como extiende el tiempo este hombre, siempre haciendo, haciendo y pescando, convencido, que obra por la mano del Señor; algunas veces me pegunto si tanta fe es un regalo de Dios o puro fanatismo. Pero, aunque fuera fanatismo solo hace el bien, solo bien, y nunca  salen de su boca ni de sus manos males para los demás.

Y pienso en avanzar en el cuento, parado, de mis nietos, y en las mil historias que imagino me rodean escondidas en los silencios de todas las viejas, los viejos, que fueron hace nada jóvenes y esperan la muerte sentados, solos, en sillones pareados sí, y separados también, por muchos dolores y mayores soledades y silencios.

Ser prescindible es una tranquilidad y es también ahora una carga para uno mismo y pronto para los demás.

Pero todos tenemos nuestro vía crucis, y el ajeno nos parece mejor que el nuestro, Pero, ya sabes, José Luis, y es verdad, que la felicidad está en vivir el camino entre el día que naces y el que mueres.

Una oleada, mejor dicho, continuadas oleadas de calor me suben por el cuerpo  para llegarme a la cabeza. ¿Tengo, voy a tener fiebre?

Tal y como van las cosas mi mayor temor es la infección anónima, esa que casi me lleva hace unas semanas, de la que se sabe dónde y qué la producía, pero no el por qué de su aparición.  Y si la fiebre sube y la infección me agarra … no es que me importe morir, es lo natural. Dios te salve María, bendito sea tu nombre, y la fiebre hace, me parece, que no sientes nada, solo calor y calor…no lo se. ¿Vendrá Cristina o mi padre a buscarme? ¿Mi madre quizá?

Me han llamado para que participe en un acto con escritores de Torrelodones. No puedo ir seguro, es en este mes, pero enviaré unos cuantos de mis libros para que la gente los vea; la verdad es que no me importa en demasía y en casa hay ejemplares de algunos títulos que puedo regalar a la biblioteca, Reflexiones y recuerdos, Por amor y desamor, Papeles de mi padre, Viaje a Marruecos, Julia, Margaritas y Retorno a lo imposible; y me alegra haber terminado “el final”, porque es muy difícil que llegue a escribir y, menos todavía, a publicar, otro libro.

¿Desvarío? Sí, no sé si tengo fiebre, pero el calor me consume y no me importa.

Sí, el miedo se ha convertido en una capa ceñida a mi cuerpo. Ayer me atacó la fiebre, fue subiendo, y subiendo, creo que casi llegó a 40º y estuvieron a punto de llevarme al hospital.

Y pase mucho, mucho miedo, ¡mira que si tengo otra gran infección! Y recé mucho, no para quitarme la infección, sino para estar, si es posible, más cerca de Dios. Dios nos lo dio todo, no nos pudo dar más y no nos puede dar más ahora de lo que ya nos dio. Tenemos, tengo la vida, que es todo, aunque en la vida también hay, es, dolor.

Nunca sabré, nunca sabremos por qué el mundo es como es, nunca sabremos si podría ser mejor o ser peor, es imposible valorar. Ya se mi conclusión, siempre la misma desde que la descubrí: todo tiene consecuencias imposibles de prever, unas para mal de alguien y otras para bien de otro, incluso, para todos, al mismo, tiempo, para bien y para mal mezclados.

El mundo, la residencia, que es ahora el mío, me parece terrible: viejos, viejas sobre todo, aparcados, esperando la muerte. Día a día pienso en la lógica de la eutanasia, ¿ser, vivir como un vegetal? ¿Costar dinero, afecto y, ¿quién sabe?, qué más.

Me gustaría poder explicar como es ese espacio, lo he descubierto, que existe entre mi cuerpo y el manto que es mi yo.

Y pienso en lo que somos o queremos ser y no somos, sin que sea necesario, al tratar a las personas que nos cuidan y protegen porque sí, y hay, es obligado, agradecer.

El dolor ajeno es apenas una palabra, y las lágrimas de los demás solo son agua. Estas dos frases me atormentan por su absoluta realidad, terrible sin ninguna duda.

Creo que yo jamás hubiera podido ser un mártir de ninguna fe, ni un guardián de secretos ante un torturador, ni el protector de nadie ante un peligro que supusiera vencer al dolor.

Y, en eso estoy, en el dolor agarrado a mis partes, en realidad al escroto, y al cuerpo todo que parece está al servicio de ese dolor.

Aquí, no se la razón, como en otras partes, se resisten a apagar el dolor, te dan un pequeño calmante y guardan el que sería suficiente para cuando lo que te duele sea más de lo que esa droga puede apagar

Cristina, lo recuerdo bien, se resistía a la morfina, quizá porque le anulaba  un poco, quizá mucho, su capacidad para pensar solo pedía “un rescate” cuando le dolía mucho; y tenía siempre puesto un parche  que atenuaba la mayor parte de la carga del dolor.

Dentro de un ratito vendrán a verme mis hermanos o quizá, mis hijos. Me gusta mucho que vengan y sentir su cariño, pero no quiero que estén aquí mucho rato, es mejor que gasten su tiempo con los niños, juntos, eso es lo que pasados los años construye las familias.

Y ahora, sigue el dolor, y, ¿qué hago? ¿llorar?  

Han pasado 49 años desde el lunes 7 de abril de 1974, el día que nació mi hijo Luis.

Y, salvo el niño y yo, su padre, el resto de las personas que compartieron la alegría de ese día  ya no están. Cristina, la joven madre a la que tanto gustó el niño, moreno y peludo, que era su hijo; mi madre y mi suegra, mi suegro y mi padre, eran buenas gentes.

Dice Gonzalo, mi hermano ya, que escriba lo que siento y lo que veo en los restos de lo que he  pasado y la  convalecencia; el miedo, la esperanza, el dolor, la soledad; soledad no he sentido, estoy rodeado de mi familia y de muchos amigos, casi no sé cuántos y no entiendo del todo las razones por las que existe ese aprecio. 

Mis alumnos, creo, en general estaban contentos conmigo como profesor, pero ahora me parece que era más por talante que por los contenidos de las materias que impartía. Quizá porque ofrecía ideas sobre un mapa lleno de obviedades que aporta nada y siempre me sorprende, para mal, cuando tropiezo con ellas.

Pero, me desvío. Dentro de un ratito, ya, iré a la calle, ¡tengo que resistir! A celebrar el cumpleaños de Luis, 49, espero que el 50 sea mejor. Bien, ya está, el 7 de abril de 2024, recordando aquel otro 7 de abril de 1975.

Las pequeñas cosas alegran y, a veces, también, oscurecen el corazón.

Esta mañana he ido al hospital y, contra lo que me decía el cuerpo, no estoy mejor; las heridas han empeorado, en esta semana, en lugar de progresar, han retrocedido.

Se que es normal, pero es el miedo que retorna, el temor al hospital, el pánico a las noches. La espera del día en que no pase nada; el tiempo de y sin esperanza.

El dolor me acompaña día y noche, no se apaga nunca, es compañía fiel. ¡No puedes quejarte? Sí, me quejo y me dan algo así como nolotil, que me calma un rato y, a veces, duermo.

Quizá estoy viviendo un tiempo de convalecencia, un tiempo que, pasados los días, las semanas o los meses, estará en el olvido. O no, acaso ha venido para quedarse en mi compañía. Ya sabes, el dolor ajeno es una palabra y las lágrimas de los demás, agua.

No creo que estas páginas de convalecencia sirvan para algo. Incluso dudo que valga la pena volver sobre ellas y releerlas.

Me parece que todo es un gran nudo que, ni cortado dejaría de sujetar el principio básico de la vida que es sobrevivir. La salud es lo que te sujeta a la vida, y ahora, en esta convalecencia, ¿terrible?, la estoy viviendo, y es como es.

Nueve de abril, tiene razón mi amigo Juan Ramón, al decirme que ponga fecha a lo que escribo. Y mi hermana Concha al recordarme que tengo que escribir.

Me han dicho que por las noches me dan algo para dormir, y pienso que o no es cierto o es muy poco, porque duermo poco a deshoras, las noches entre nada y algunas letras del e-book.

Rezo el Ave María y de cuando en cuando tengo que pararme porque no se seguir. Es curioso, ¿será deterioro cognitivo o, simplemente, falta de atención? Juan Ramón está con la quimioterapia a punto de hacer efecto, mañana estará peor y pasado ya veremos. Y, me pregunto ¿vale la pena lo que está pasando para conseguir algo, si consigue algo?

Y yo, ¿Será esto simple convalecencia? ¿Es el preludio de algo peor? Y sea lo que sea, he de resistir.

No, no tengo que prolongar mi vida artificialmente, pero tampoco puedo dejar de vivir lo que haya de vivir. La mayor enseñanza es el ejemplo, y, porque creo que  deber y responsabilidad no son palabras vacías, he de cargar para dar ejemplo: cuando tengan días difíciles se acordarán del abuelo y si el ejemplo del abuelo es resistir, será para ellos más fácil hacerlo; pero si el abuelo se deja morir ellos le seguirán sin dudarlo un momento. Sí, hay que respetar las leyes de la vida, el rio dorado que baja agitando su fuego y lanzando gotas de vida alrededor del cauce.

 

NOTA

En el momento en que se publica esta entrada, 17 de junio de 2024, el proceso de curación ha terminado, y salvo acontecimientos imprevistos, el relato de mi enfermedad queda cerrado.


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