Ayer por la tarde he visto con mis ojos, antes, durante y después del Vía Crucis celebrado por el Papa Benedicto XVI en el Paseo de Recoletos de Madrid, la ilusión, el amor a los demás y la paz que animaban los ojos de los cientos de miles que estuvieron presentes en la ceremonia.
Los jóvenes, entre veinte y treinta años la mayoría, llenaban, sentados en el suelo, algunos subidos, cual zaqueos, en los frondosos árboles del paseo, en silencio, viviendo en comunión, respirando alegría y amor, rezaban a Dios por los demás.
Sin gritos, sin aspavientos, con honestidad y absoluta firmeza y el corazón abierto, expresaban al mundo y al Cielo, que ellos sí creen en Dios y creen el los hombres, creen en el amor, creen en la vida, creen en la paz, saben qué es el esfuerzo, no temen el sacrificio y aman la libertad.
Con naturalidad y la energía de sus años, los cientos de miles de jóvenes que estaban con el Papa en Madrid, sin pretender ser nada distinto de lo que son, sin exigir a nadie, siendo ellos mismos y estando en paz, enviaron ayer al mundo un extraordinario mensaje de amor a los demás que, por su limpieza, su alegría, su ausencia de egoísmo y su anhelo de paz, es muestra y señal de que el mensaje de Jesucristo hoy sigue vivo en los hombres de buena voluntad.
Doy gracias a Dios por Su presecia en los hombres y al Papa Benedicto XVI por habernos dado la oportunidad de ver con nuestros propios ojos Esa Presencia.
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