El día 27 de febrero, sin que estuviera en mis planes, ingresé, me ingresaron,
en el Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda, para tratarme de una muy
peligrosa infección, una Gangrena de Fournier, que se había apoderado de mi
cuerpo.
Afortunadamente,
gracias a la pericia, fortaleza y buen hacer de una joven cirujana y del
trabajo de un excelente equipo, casi un mes después del ingreso me dieron el
alta hospitalaria y pasé a estar internado en una residencia con medios
adecuados para tratar una larga y difícil convalecencia de la enfermedad, que ha durado hasta el día 15 de junio, fecha en que he conseguido volver a casa.
De los
primeros días en la residencia tengo pocos recuerdos y muchos de ellos
confundidos con otros de la estancia en el hospital; sin embargo, tengo buena
conciencia de que en un momento de lucidez pensé que debía escribir
unas notas para no olvidar lo duro de la experiencia que estaba
viviendo. Así, poco a poco conseguí reunir dieciséis páginas,
escritas a mano y deslavazadas, que contienen mi experiencia, o lo que me
parece ha sido mi experiencia, en lo más duro del proceso de
convalecencia que he vivido en una residencia, entre el 22 de abril
y el 11 del mes de mayo de 2024. y que ahora, 17 de junio, porque estoy
mejor y ya en casa, he decidido publicarlas, todas juntas, reunidas en una sola
entrada en el blog.
Y, sin más,
con el deseo que esto sirva a alguien para algo, paso a transcribir,
ahora en el ordenador, las citadas páginas.
ESCRITO A MANO
PARA NO OLVIDAR
Hoy, 25 de
marzo de 2024, en el limbo que es sentirte en el comienzo de lo que, seguro, va
a ser una muy larga convalecencia, he pensado que me puede ayudar hacer
que mi cabeza busque y mis manos escriban lo que creo que son los recuerdos y
las vivencias de los muchos días que han pasado desde que el 27 de febrero
ingresé en el Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda, hasta el día 22 de
marzo en que recibí el alta hospitalaria y ahora, en los días posteriores en el
camino de la convalecencia que, ¿quién sabe de su éxito?, he comenzado a
recorrer.
Son muchos
días y son muchas las experiencias, tantas que, mezcladas en nudos imposibles,
no puedo desenredar y observar, aisladas cada una, y comprender su realidad y
su coherencia, o si son nada mezclada con ensueños. Por esto, me resisto a la
crónica del día a día y, buscando, tropiezo de bruces con las grandes
sensaciones.
Mis hijos me
cuidan mucho y también mis hermanos, soy un hombre muy afortunado, Y, al pensar
en ello recuerdo, con no poca vergüenza, las palabras de afecto que aparecen en
el vídeo que me regalaron en mi 80 cumpleaños, hace unos pocos días.
Las palabras
de mis compañeros, de mis hermanos, de mis hijos, inmerecidas, me han
acompañado en las noches, eternas, llenas de dolor, del hospital.
Lo peor del
todo han sido las noches, con la cama clavada en el cuerpo; los pies tropezando
en el extremo, fríos del todo o calientes de fragua.
No, no era la
soledad. Aunque estas solo en el dolor, no es cierto, están los tuyos, tus
hijos, tus hermanos, que sufren contigo y hacen cuanto pueden para aliviarte.
He rezado
mucho, el Ave María, sobre todo, que, rota muchas veces, he repetido, contada
mal, con los dedos haciendo de cuentas del rosario. Sí, ya sé que
Dios nos ha dado todo lo que podía, quería o tenía que darnos, que eso de la
“oración de petición” vale entre poco y nada para conseguir algo, pero vale
entre mucho y todo para animar el alma.
Tengo ante mis
ojos a la joven cirujana, se llama Laura, que, convenciendo a otra doctora, me
pareció menos joven, para abrirme el escroto y vaciar la infección que me
llevaba directo a la muerte. Y no tuve entonces, aunque lo había, percepción de
riesgo, de peligro en realidad.
Pero, lo sé
bien, soy prescindible y casi lamento no haber muerto, sin darme cuenta, en el
sueño de la infección desbocada. Nacer y morir es duro, pero el cómo de la
muerte me da miedo, me espanta. He rezado muchas veces el “Angelito de
mi Guardia”, el “Jesusito de mi vida”, el “Cuatro esquinas tiene mi
cama”, el Padre Nuestro y rosarios y rosarios de Aves María.
No, no es como
escuchar lo que me dicen mis hijos que vienen o hablan en el teléfono; no, las
palabras amigas suenan lejanas, apenas tienen peso en el aire y resbalan antes
de penetrar en el pensamiento. Cuando rezaba, cuando hoy todavía rezo, las
palabras están limpias, claras son reales, y aunque no veo a los ángeles ni a
la Virgen María, es como si estuvieran muy cerca.
A veces, no sé
si muchas, he llamado a mi padre y a mi mujer. Sí, he sido un niño querido que
ha compartido con muchos hermanos el amor de sus padres, pero quizá nadie en el
mundo me ha querido como mi mujer. La he llamado, a ella y al abuelo Luis y al
resto de los abuelos. No he llamado a mi madre, y creo que en mi cabeza tengo
que “hacer las paces” con ella, no tengo dudas, sé que, aunque me cueste mucho,
tengo que hacerlo.
¿Lo he dicho
ya todo? ¿he dicho algo? Es muy difícil saberlo; cuando estas atrapado en un
final de la vida todo lo que antes importaba se convierte en nada y lo que era
baladí cobra lo que es su real importancia.
Es como lo
simple que es perder el poder, me asombra haberlo tenido. El dolor es mayor que
el poder, aunque sea en escalas distintas. Pero no tiene duda, olvidar también
me avergüenza y sé que el poder, realmente, tiene un valor poco significativo.
Bajo el gris
del cielo, los árboles inmóviles me llaman con un aparente silencio. Me ponen,
me pongo, a prueba, sin propósito, como en un juego, los demás, generosos, para
ayudarme a ser yo.
Es difícil
estar sentado, el dolor que arrastro desde hace muchos días no cesa de
molestarme, y, cuando no resisto y me tiendo en la cama es aún peor. ¿Un
calmante? Quizá; quizá necesito calmar el dolor y descansar un rato. La noche
ha sido larga, medio despierto, engañando las horas leyendo cualquier cosa,
escuchando en la radio cosas que hoy en nada me importan.
Intento
levantarme, me dejan solo para llegar a esta mesa, tiene que verme el doctor.
Es por la herida, y cuando cure la herida estaré bien. ¡Qué bueno es sentir que
no tienes cuerpo!
Ayer, en un
desafío de niño pequeño perdí la sonrisa al darme cuenta de que era,
que soy, incapaz de levantarme de la silla sin usar las manos
para apoyarme.
Un pájaro
canta en la terraza de la habitación que, espero, nunca llegaré a considerar
como “la mía”, y hasta puedo ver árboles a través de la ventana.
Y, me doy
cuenta de lo débil y perdido que estoy en los dolores agarrados al escroto y a
la punta del pene, escribiendo naderías para, quizá, no volver a lo importante,
al Ave María rota, al Angelito de la guarda, o al miedo a la forma en que
llegará la muerte. Pero sí, a pesar de todo debo seguir escribiendo.
Poco a poco
estoy recuperando la noción del tiempo. Hace cinco días, el viernes por la
tarde salí del hospital y llegué a la residencia, lo he comprobado y, aunque a
ratos me parece menos y a ratos más, son eso, cinco días.
Claro que en
estos días he ido, me han llevado, mi hermana Blanca y mi hija Cristina, dos
veces al hospital, he subido y bajado, con ayuda, de la habitación muchas
veces y las sillas o los sillones siempre están duros; y la cama
también me hace daño.
Pienso poco,
pero me acuerdo muchas veces de mi amigo Juan Ramón, que está dolorido por la
quimioterapia y que tan buen ánimo mantiene a pesar de estar tan malito.
También me acuerdo de Josemari y de Livinio que el año pasado casi
se murieron los dos. Y de mi padre, también un poco de mi madre, y de Cristina,
ella, si pudiera discutiría con los ángeles para mantenerme como su propiedad.
Pero, sobre
todo rezo, rezo el Ave María, y lo rezo muchas veces, me hace bien. Y entre las
cuentas del rosario que son mis manos y mis dedos, están Mateo y Olivia,
Cristinita, Mariana, Luisito, Coti y Pablo, mis nietos; y mis hijas, que son
mujeres estupendas y merecen lo mejor.
El papel
blanco atrae mi mano como un trozo de hierro es atraído por el imán. Y, no es,
no son historias completas, son solamente ideas, atisbos sueltos, leves e
inconsistentes, que pululan libres alrededor de mis pensamientos. Nada es
sólido y lo es todo: el patio cubierto, las mesas y las sillas de mimbre
ocupadas por hijas, hermanas, esposas, que acompañan a viejos más o menos
desvalidos. Las ropas cuidadas de las visitas, el salir del aburrimiento que se
lee en el rostro de un adolescente cuando sigue, hacia la puerta a su madre que
sujeta y camina con su propio padre, y lo hace, se ve, con amor de hija.
Al fondo una
luz, es de la máquina que vende agua y solo admite monedas; mis cinco euros de
papel no son aquí medio de pago; y hay mujeres, vestidas de azul, que
corretean, atentas, entre las viejas sentadas en el salón contiguo a esta
terraza.
No sé si esta
tarde vendrá alguno de mis hijos, esta mañana lo hizo Cristina; Victoria con
sus niños; o Luis, si puede venir. Me gusta mucho que vengan a verme, pero
entiendo muy bien que es complicado para ellos y, muchas veces es
mejor que no vengan.
Miro la hora,
son las 18:40, temprano o muy tarde, no lo sé; es independiente de lo que dice
el reloj.
Esta página
está llena de ideas poco conexas; y, ¡qué curioso!, siento que sería capaz,
aunque no ahora, de convertirla en un relato coherente y articulado en un
tiempo no muy largo y que, es posible, podría llegar a ser, por ejemplo,
expresión de lo que es, ha sido, el muy duro “quinto día” desde que salí del
hospital.
Hoy es Viernes
Santo, en televisión hay muchas imágenes de procesiones que han salido y de
otras que se han cancelado por la lluvia. Me gusta el Viernes Santo, y me
gustaba cuando era joven y comenzaban a celebrarse las procesiones en
Torrelodones. Fue mérito de Agapito, un hombre bueno, con mucha iniciativa que
supo apoyarse en la gente de un pueblo desarrapado que no tenía nada, ni
siquiera conciencia de ser un pueblo.
Vienen a mi
memoria recuerdos del todo perdidos. Pedro el usurero, sentado junto a la
báscula en que pesaba el grano y, yo no lo sabía, hacía dinero; y la iniciativa
de José Luis con sus bicicletas, no había coches, y el panadero, y los gritos
del hermano de Teodoro Domingo
No pensaba que
el bolígrafo se podía deslizar, casi sin esfuerzo, por más allá de caminos
enterrados hace cincuenta, sesenta o setenta años. ¿Qué fue de Serra?, no
recuerdo su nombre de pila, quizá cincuenta, sesenta o setenta años. ¿Qué fue
de Serra?, no recuerdo su nombre de pila, quizá quería ser un intelectual y,
por eso, leía poesía o nos hacía sentir el olor de las tardes lluviosas del
comienzo del otoño; y, ni siquiera recuerdo dónde vivía, ni los años que tenía,
¿seis, cinco, más que yo?
Escribir en la
residencia, estando tan malito, es como escribir un diario como el que llevé,
de niño y de joven, tantos años, y quemé porque, de repente, descubrí que
aportaba nada; solo tenía hechos, y los hechos, siendo todo, son nada. Y estas
hojas valen tan poco como el diario, pero ahora, porque no tienen hechos, son
pedazos de vida unidos por las líneas que he trazado con la mano que uso,
después de muchos años, para escribir.
Es extraño,
hasta ayer por la tarde no lo había pensado, pero me parece, tengo la sensación
de que no voy a superar la enfermedad, que en cualquier momento la infección
volverá a instalarse en alguna parte de mi cuerpo y, como en un caldero de
fuego, las bacterias saltarán y saltarán comiéndose todos los tejidos sanos
hasta que no quede nada.
Y, lo cierto
es que cuando, en mi cansancio, lo pienso, solo se me ocurre rezar el Ave María
y pensar en tumbarme en la cama, muy quieto, para sentir menos el
dolor.
Tengo
pendientes varias llamadas de teléfono, no se cuántas, pero me siento incapaz
de mantener una conversación mínimamente coherente, con una voz
razonable y no como si saliera del abismo.
En realidad,
estoy mal y aunque pueda mejorar no creo que pueda volver a ser lo que era.
Me
alegra haber dejado terminado el último libro, Reflexiones y recuerdos,
el final, solo falta añadir o quitar unas páginas para la publicación de la
obra. Y cuando esté, si llego a estarlo, un poco mejor, regalaré el libro a los
hijos, a los hermanos, a los amigos. Los pequeños garabatos, letras quizá
ilegibles, han llenado esta hoja en la que he descubierto que estoy, que sigo
estando, muy malito y que es muy posible que no me pueda recuperar
nunca, que sea ya, para siempre, un viejo dependiente y vivo a pesar de
prescindible.
Una de las
cosas que me han sorprendido en este nuevo “estar malito”, es la pérdida del
sentido de la empatía, incluso casi he perdido la palabra. los demás
dejan de existir, solo te importas tú, tus dolores, tus temores, tus cansancios
o tus ningunas ilusiones, incluso cuando rezas lo haces por nadie o por ti, los
demás no importan.
Y me parece
terrible, hay a mi alrededor otras muchas personas que sufren, cada una a su
modo, más, mucho más de lo que pueda sufrir yo, aunque no sea eso ningún
consuelo.
Ayer me
sorprendí mirando a los viejos, muy serios, sentados en silencio, esperando la
cena. ¿Qué pasados guardan sus memorias? Y veo muchas visitas a residentes,
jóvenes, mayores, hijos, hermanos, nietos, A veces se ve el cariño que late en
las expresiones de los rostros; a veces trasladan cansancio, mucho cansancio. Y
luego las soledades. Sí, hay muchas soledades a mi alrededor, pero no puedo, no
quiero, ser parte de los escenarios vividos o soñados por mi o por los
“compañeros”, aquí todos se dicen “compañeros” y, a mí me repugna la palabra
porque supone renunciar al propio nombre.
Es extraño y
es normal, poco a poco mi espíritu crítico o mi capacidad para empatizar, o al
menos, entender a los demás, vuelve a estar de alguna manera presente ante mis
ojos y entre mis manos.
Cada vez más
me pregunto, cuando miro a los viejos que me acompañan, ¿qué piensas mientras
esperas? Y, ¿de verdad, de verdad, esperas algo? Sí, pienso que esperar es una
paradita que anuncia la llegada de la muerte.
Ya tengo mi
ordenador sobre la mesa. Victoria lo ha puesto en marcha y tengo acceso a
cualquier cosa. Y, pero siento que aún no estoy preparado para dejar que sea la
mano quién articule los pensamientos.
Ha venido
Eduardo a verme, y lo he agradecido. Es increíble como extiende el tiempo este
hombre, siempre haciendo, haciendo y pescando, convencido, que obra por la mano
del Señor; algunas veces me pegunto si tanta fe es un regalo de Dios o puro
fanatismo. Pero, aunque fuera fanatismo solo hace el bien, solo bien, y
nunca salen de su boca ni de sus manos males para los demás.
Y pienso en
avanzar en el cuento, parado, de mis nietos, y en las mil historias que imagino
me rodean escondidas en los silencios de todas las viejas, los viejos, que
fueron hace nada jóvenes y esperan la muerte sentados, solos, en sillones
pareados sí, y separados también, por muchos dolores y mayores soledades y
silencios.
Ser
prescindible es una tranquilidad y es también ahora una carga para uno mismo y
pronto para los demás.
Pero todos
tenemos nuestro vía crucis, y el ajeno nos parece mejor que el nuestro, Pero,
ya sabes, José Luis, y es verdad, que la felicidad está en vivir el camino
entre el día que naces y el que mueres.
Una oleada,
mejor dicho, continuadas oleadas de calor me suben por el
cuerpo para llegarme a la cabeza. ¿Tengo, voy a tener fiebre?
Tal y como van
las cosas mi mayor temor es la infección anónima, esa que casi me lleva hace
unas semanas, de la que se sabe dónde y qué la producía, pero no el por qué de
su aparición. Y si la fiebre sube y la infección me agarra … no es
que me importe morir, es lo natural. Dios te salve María, bendito sea tu
nombre, y la fiebre hace, me parece, que no sientes nada, solo calor y calor…no
lo se. ¿Vendrá Cristina o mi padre a buscarme? ¿Mi madre quizá?
Me han llamado
para que participe en un acto con escritores de Torrelodones. No puedo ir
seguro, es en este mes, pero enviaré unos cuantos de mis libros para que la
gente los vea; la verdad es que no me importa en demasía y en casa hay
ejemplares de algunos títulos que puedo regalar a la biblioteca, Reflexiones y
recuerdos, Por amor y desamor, Papeles de mi padre, Viaje a Marruecos, Julia,
Margaritas y Retorno a lo imposible; y me alegra haber terminado “el final”,
porque es muy difícil que llegue a escribir y, menos todavía, a publicar, otro
libro.
¿Desvarío? Sí,
no sé si tengo fiebre, pero el calor me consume y no me importa.
Sí, el miedo
se ha convertido en una capa ceñida a mi cuerpo. Ayer me atacó la fiebre, fue
subiendo, y subiendo, creo que casi llegó a 40º y estuvieron a punto de
llevarme al hospital.
Y pase mucho,
mucho miedo, ¡mira que si tengo otra gran infección! Y recé mucho, no para
quitarme la infección, sino para estar, si es posible, más cerca de Dios. Dios
nos lo dio todo, no nos pudo dar más y no nos puede dar más ahora de lo que ya
nos dio. Tenemos, tengo la vida, que es todo, aunque en la vida también hay,
es, dolor.
Nunca sabré,
nunca sabremos por qué el mundo es como es, nunca sabremos si podría ser mejor
o ser peor, es imposible valorar. Ya se mi conclusión, siempre la misma desde
que la descubrí: todo tiene consecuencias imposibles de prever, unas para mal
de alguien y otras para bien de otro, incluso, para todos, al mismo, tiempo,
para bien y para mal mezclados.
El mundo, la
residencia, que es ahora el mío, me parece terrible: viejos, viejas sobre todo,
aparcados, esperando la muerte. Día a día pienso en la lógica de la eutanasia,
¿ser, vivir como un vegetal? ¿Costar dinero, afecto y, ¿quién sabe?, qué más.
Me gustaría
poder explicar como es ese espacio, lo he descubierto, que existe entre mi
cuerpo y el manto que es mi yo.
Y pienso en lo
que somos o queremos ser y no somos, sin que sea necesario, al tratar a las
personas que nos cuidan y protegen porque sí, y hay, es obligado, agradecer.
El dolor ajeno
es apenas una palabra, y las lágrimas de los demás solo son agua. Estas dos
frases me atormentan por su absoluta realidad, terrible sin ninguna duda.
Creo que yo
jamás hubiera podido ser un mártir de ninguna fe, ni un guardián de secretos
ante un torturador, ni el protector de nadie ante un peligro que supusiera
vencer al dolor.
Y, en eso
estoy, en el dolor agarrado a mis partes, en realidad al escroto, y al cuerpo
todo que parece está al servicio de ese dolor.
Aquí, no se la
razón, como en otras partes, se resisten a apagar el dolor, te dan un pequeño
calmante y guardan el que sería suficiente para cuando lo que te duele sea más
de lo que esa droga puede apagar
Cristina, lo
recuerdo bien, se resistía a la morfina, quizá porque le anulaba un
poco, quizá mucho, su capacidad para pensar solo pedía “un rescate” cuando le
dolía mucho; y tenía siempre puesto un parche que atenuaba la mayor
parte de la carga del dolor.
Dentro de un
ratito vendrán a verme mis hermanos o quizá, mis hijos. Me gusta mucho que
vengan y sentir su cariño, pero no quiero que estén aquí mucho rato, es mejor
que gasten su tiempo con los niños, juntos, eso es lo que pasados los años
construye las familias.
Y ahora, sigue
el dolor, y, ¿qué hago? ¿llorar?
Han pasado 49
años desde el lunes 7 de abril de 1974, el día que nació mi hijo Luis.
Y, salvo el
niño y yo, su padre, el resto de las personas que compartieron la alegría de
ese día ya no están. Cristina, la joven madre a la que tanto gustó
el niño, moreno y peludo, que era su hijo; mi madre y mi suegra, mi suegro y mi
padre, eran buenas gentes.
Dice Gonzalo,
mi hermano ya, que escriba lo que siento y lo que veo en los restos de lo que
he pasado y la convalecencia; el miedo, la esperanza, el
dolor, la soledad; soledad no he sentido, estoy rodeado de mi familia y de
muchos amigos, casi no sé cuántos y no entiendo del todo las razones por las
que existe ese aprecio.
Mis alumnos,
creo, en general estaban contentos conmigo como profesor, pero ahora me parece
que era más por talante que por los contenidos de las materias que impartía.
Quizá porque ofrecía ideas sobre un mapa lleno de obviedades que aporta nada y
siempre me sorprende, para mal, cuando tropiezo con ellas.
Pero, me
desvío. Dentro de un ratito, ya, iré a la calle, ¡tengo que resistir! A
celebrar el cumpleaños de Luis, 49, espero que el 50 sea mejor. Bien, ya está,
el 7 de abril de 2024, recordando aquel otro 7 de abril de 1975.
Las pequeñas cosas alegran y, a veces, también,
oscurecen el corazón.
Esta mañana he ido al hospital y, contra lo que me
decía el cuerpo, no estoy mejor; las heridas han empeorado, en esta semana, en
lugar de progresar, han retrocedido.
Se que es normal, pero es el miedo que retorna, el
temor al hospital, el pánico a las noches. La espera del día en que no pase
nada; el tiempo de y sin esperanza.
El dolor me acompaña día y noche, no se apaga nunca,
es compañía fiel. ¡No puedes quejarte? Sí, me quejo y me dan algo así como
nolotil, que me calma un rato y, a veces, duermo.
Quizá estoy viviendo un tiempo de convalecencia, un
tiempo que, pasados los días, las semanas o los meses, estará en el olvido. O
no, acaso ha venido para quedarse en mi compañía. Ya sabes, el dolor ajeno es
una palabra y las lágrimas de los demás, agua.
No creo que estas páginas de convalecencia sirvan para
algo. Incluso dudo que valga la pena volver sobre ellas y releerlas.
Me parece que todo es un gran nudo que, ni cortado
dejaría de sujetar el principio básico de la vida que es sobrevivir. La salud
es lo que te sujeta a la vida, y ahora, en esta convalecencia, ¿terrible?, la
estoy viviendo, y es como es.
Nueve de abril, tiene razón mi amigo Juan Ramón, al
decirme que ponga fecha a lo que escribo. Y mi hermana Concha al recordarme que
tengo que escribir.
Me han dicho que por las noches me dan algo para
dormir, y pienso que o no es cierto o es muy poco, porque duermo poco a
deshoras, las noches entre nada y algunas letras del e-book.
Rezo el Ave María y de cuando en cuando tengo que
pararme porque no se seguir. Es curioso, ¿será deterioro cognitivo o,
simplemente, falta de atención? Juan Ramón está con la quimioterapia a punto de
hacer efecto, mañana estará peor y pasado ya veremos. Y, me pregunto ¿vale la
pena lo que está pasando para conseguir algo, si consigue algo?
Y yo, ¿Será esto simple convalecencia? ¿Es el preludio
de algo peor? Y sea lo que sea, he de resistir.
No, no tengo que prolongar mi vida artificialmente,
pero tampoco puedo dejar de vivir lo que haya de vivir. La mayor enseñanza es el
ejemplo, y, porque creo que deber y responsabilidad no son palabras
vacías, he de cargar para dar ejemplo: cuando tengan días difíciles se
acordarán del abuelo y si el ejemplo del abuelo es resistir, será para ellos
más fácil hacerlo; pero si el abuelo se deja morir ellos le seguirán sin
dudarlo un momento. Sí, hay que respetar las leyes de la vida, el rio dorado
que baja agitando su fuego y lanzando gotas de vida alrededor del cauce.
NOTA
En el momento en que se publica esta entrada, 17 de
junio de 2024, el proceso de curación ha terminado, y salvo acontecimientos
imprevistos, el relato de mi enfermedad queda cerrado.