martes, 3 de marzo de 2015

671. EN LA IGLESIA DEL MONASTERIO DE YUSTE

Este primer domingo de marzo el día  ha amanecido precioso, la luz llena el espacio y los robles que,  todavía  desnudos brillan en la mañana,  nos acompañan durante  los   minutos que tardamos en recorrer la distancia  que separa   Jaraíz de la Vera y  Cuacos de la Vera.

 

El camino que sube hasta el Monasterio  está vacío. Dejamos el coche al lado del portalón y caminamos, admirando los eucaliptus, hasta la puerta que da acceso  a la Iglesia.

 

Es  una gran nave, toda en sillares de granito y  bóvedas de crucería,  es  un precioso gótico tardío.  Al fondo, bajo el escudo del Emperador, cuatro  hermosas estatuas, Fe, Esperanza, Justicia y Fortaleza, más  un gran cuadro del siglo XVI, La Gloria de Antonio de Segura, son el retablo que llena el  frente  de un impresionante presbiterio al que se accede por una gran  escalinata, he contado diecisiete escalones,  de granito, que me parece, como siempre que la veo,  una de las más bellas de cuantas  he visto en el ancho mundo.

 



Llegamos tarde, en presbiterio, en el lado  del Evangelio, muy cerca del altar, sobre un caballete, el retrato del Santo Papa Juan Pablo II;  en el lado de la  Epístola, un sacerdote, con fuerte acento polaco, recita las primeras oraciones de la Santa Misa.

 

En los cuatro  primeros bancos de la izquierda se apiña un grupo de jóvenes, chicos y chicas, scouts,  con zamarras azules; en los de la derecha, muy separadas entre sí, una decena de personas  que,  aunque muy dispares, muestran todas   atenta presencia, devoción  e indudable recato.

 

Sentado detrás de los scouts, al lado de mi mujer  Cristina y de mi hermano Gonzalo,  olvidado  el frío que llena el templo, pese a que trato de concentrarme en las palabras del sacerdote  polaco no consigo  hacerlo; hay tanta vida pasada en esta iglesia que las sombras de lo ido  arrastran al  ayer  y,  al hacerse  presentes,  llenan  mi alma:  el escudo del Emperador, las estatuas,  el retablo todo, la escalinata, los sillares de granito, las bóvedas y, por encima de todo,  en una esquina del presbiterio, la pequeña  puerta de madera gastada, que sin querer me traslada quinientos años al pasado para escuchar  la voz y sentir  la cansada devoción del Emperador que espera la muerte.

 

La homilía del sacerdote polaco de la Orden de San Pablo  Primer Eremita, por el sentimiento y la fe que transmite,  añade alegría a mi  credo,  del todo saduceo,  y hace que, una vez más, cuando lo pienso, se llene  mi alma de admiración hacia los curas y las monjas que sirven a  Dios enamorados del Amor.

 

Luego, tras la bendición que suena en mis oídos como el antiguo  Ite, missa est,  recorremos la nave hacia la puerta, atravesamos ahora  la sombra de los eucaliptos y salimos del  monasterio, mientras siento que dejo atrás, rezando en flamenco, alemán o español,  al espíritu  del Emperador  Carlos I de España y V de Alemania.

 

Ya en el coche, bajando la cuesta hacia Cuacos y todo el camino hasta Jaraíz y

Torremenga, poco a poco,  Cristina, Gonzalo y yo, poco a poco despertamos del pasado y prometiéndonos regresar pronto, nos perdemos en la satisfacción de disfrutar un espléndido día en La Vera.

 

 


 

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