Monseñor José Ramón Fernández-Baldor y Hernando de Larramendi,
Don José Ramón, en Torrelodones el sábado día 14 de marzo, a los 85 años, ha
muerto
Hoy lunes, en el
funeral Corpore insepulto que se ha celebrado en la Iglesia de San Ignacio y en
el entierro, una multitud de personas agradecidas ha
acudido a decir adiós al párroco, al cura, al hombre bueno que hizo cuanto pudo
y mucho más por las gentes que han
vivido o han pasado por Torrelodones desde que llegó, muy joven, en 1954, hasta
el día de su muerte.
Con la iglesia muy bien iluminada, los bancos llenos y el féretro ya instalado al pié del altar, en
tanto da comienzo la ceremonia, en mi memoria reaparece la imagen de lo pequeña, destartalada e inhóspita
que era esta iglesia cuando Don José Ramón llegó como párroco a Torrelodones y en cómo lo
siguió siendo hasta que, bastantes años después, él consiguió, con tenacidad e increíble esfuerzo,
como lo hizo todo en su vida, renovarla
entera, por dentro y por fuera.
Al paso solemne del cortejo de acólitos, diáconos,
presbíteros y del Señor Obispo, desde el atrio hasta el presbiterio, rememoro los cientos, los miles
de veces que he visto el andar, entre
decidido e inquieto, de D. José Ramón,
saliendo del confesionario hasta llegar a la sacristía para salir luego a decir la Misa. Y le veo, con la mano derecha alzada,
bendiciendo, y le escucho el “In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti” y el "ite missa est" al comienzo
y al final de las misas durante años, antes de que el Concilio Vaticano trajera el
castellano a la liturgia.
Y, de la mano del
Señor Obispo, mientras desgrana viejas palabras, veo a Don José Ramón, cada
año, años y años, en la puerta de este
templo o en la Iglesia del Carmen, con el roquete blanco, esperando con aire
distraído y, a menudo el ceño fruncido,
a que se ordenasen las filas de capirotes rojos, morados y negros de las
cofradías, fue obra
suya darles vida, la partida de las procesiones del Jueves y el Viernes
Santo.
Avanza la ceremonia,
la misma que ha oficiado D. José Ramón cientos,
acaso miles de veces y en los ecos de las palabras repetidas, vuelvo a ver al
Señor Cura; y le veo,
sobre cualquier otro recuerdo, arriba, en su casa, en su despacho, sentado, pensando, y me adentro en sus
silencios anegados de preocupación y de dudas, de problemas sin solución que
resolvía, ¡quién sabe por qué milagro!, para dejar paso a otros, distintos y peores que, como él me dijo tantas
veces, Dios proveía.
El funeral ha terminado, el Señor Obispo, el Párroco de San
Ignacio y los muchos sacerdotes que han oficiado, abandonan el presbiterio. El salir cansino del ataúd que lleva los restos de Don José
Ramón me hace pensar que ésta, su última salida de su iglesia, escuchando los
rezos silenciosos de los presentes, y su último paso ante la fachada de su colegio, son el mejor símbolo del quehacer inmenso y de la obra
ingente de “este humilde cura de
pueblo” que, terco como él solo, dedicó su vida, dando, rezando, confiando,
educando y ayudando, amando mucho, a hacer
el bien.
Luego, en el cementerio, tras el último responso, al escuchar la Salve, retorna a
mis oídos la voz de Don José Ramón, cantando, enamorado
de la Virgen Santa, como siempre hacía.
Casi al final, al ver cerrar el nicho, en un escalofrío, me asalta otro pensamiento, acaso banal pero
muy cierto: Hoy, con este entierro, se
ha puesto fin a la obra larga y difícil
de D. José Ramón que, con algunos de sus feligreses, hizo de Torrelodones, que era nada, un muy buen y
educado pueblo.
Saliendo del cementerio, con la tristeza que siento al dejar allí al viejo amigo, pienso en el
magnífico recibimiento que habrá tenido Don José Ramón, al
encontrarse con tantos y tantos de los suyos, al llegar al Cielo.
Dios le tenga en su
Gloria a este hombre bueno que, con su vida de amor y de esfuerzo, ya se ha ganado, en la memoria de los suyos, un lugar de absoluto privilegio.
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