Lo he dudado, lo he dudado mucho, pero por aquello de los
sucedidos que ocurren a los viejos en no
pocas ocasiones son motivo de sonrisa y, a veces, regalan carcajadas a otros viejos,
me atrevo a contar hoy lo que me ocurrió hace dos o tres días, en la noche del
domingo al lunes.
Solo en casa, en mi cama, en plena noche, más tarde supe
que eran las tres y veinte de la madrugada, dormía como un niño cuando algo me
hizo despertar: en la penumbra de la luz
encendida del pasillo, veo a una persona vestida de obscuro, posiblemente de
negro que, de pie, junto a mi cama, me estaba diciendo algo, asombrosamente no me
asusté y, porque no entendía lo que el hombre, muy amable, me estaba diciendo, y porque soy persona bien
educada, me incorporé en la cama y pregunté:
-Por favor, hábleme alto, estoy un poco sordo y no tengo puestos los audífonos…
-¿Está usted bien?, soy de la teleasistencia del Ayuntamiento
de Majadahonda, ¿está usted bien?
-Sí, estoy bien, pero, ¿qué hace usted aquí a estas horas? ¿sabe
usted qué hora es?
-Es que usted ha pulsado la alarma, le hemos llamado por
teléfono, no ha contestado y hemos
venido a ver si le pasaba algo…
-Pues no he oído el teléfono, estoy un poco sordo y por las
noches me quito los audífonos, pero, ¿qué hora es?
-Son las tres y veinte, así que está usted bien…
-Sí estoy muy bien, espere un momento, me levanto, me pongo
la bata y le acompaño a la puerta -, dije mientras comenzaba a salir de la
cama.
Manteniendo su asombrosa amabilidad, el hombre me contestó:
-No hace falta, siga usted durmiendo, ya nos vamos, apagamos la luz y cerramos
la puerta -,
Me dejé caer y, mientras me cubría, hasta la nariz, con el edredón,
vi apagarse la luz del pasillo, escuché el golpe de la puerta y el ruido de la
cerradura al cerrase con la llave y, enseguida, estaba de nuevo durmiendo.
A las ocho de la mañana, después de desayunar, recordé lo
que había pasado, me senté cerca del aparato de la teleasistencia, un muy buen servicio
del ayuntamiento para cuidar a los viejos que viven solos, no sin vergüenza, pulsé
el botón y, cuando una señorita muy amable me respondió, expliqué con detalle
lo que ella ya sabía, pedí mil excusas y prometí no volver a pedir, sin querer
o sin necesidad, auxilio. Ella fue muy amable, me volvió a preguntar si estaba
bien, me deseó un buen día y no me regañó….
Y, como dije al principio, espero que este relato, del todo
verdad, sirva de solaz y haga sonreír a alguno de mis muchos amigos, especialmente
a algunos de esos que no tienen la fortuna de seguir viviendo pequeñas aventuras
al llegar a viejos.
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