Es una gran satisfacción
poder decir que estos días finales del tórrido y convulso verano que estamos
teniendo han estado, para mí, llenos de sorpresas inesperadas y agradables, eso
que ahora se llaman, deliciosas serendipias.
Y, aunque, porque no se deben
publicar nombres de personas, he de callar casi todas ellas, tengo la
posibilidad de compartir una, del todo, inesperada.
En La Toja, paseando para
disfrutar tranquilo de una luminosa mañana, al llegar al puente, tan precioso, me
senté en un banco para descansar un poco y, sobre todo, mirar y admirar la
belleza del lugar y, entonces, quizá porque comenzaba a subir el sol, pensé que
debía comprar un sombrero para sustituir al que había olvidado el día anterior
en el tren. Tenía bastante claro que no iba a encontrar un panamá, pero algo,
más o menos regular podría haber en La Toja.
Y, muy decidido, volví a
caminar, ahora dejando el puente detrás. En cinco minutos escasos llegué a la
Aldea, un pequeño centro comercial lleno de cafeterías, varias heladerías y algunas
tiendas con cierto glamur; pensé entrar, sin embargo, al ver enfrente los
llamativos colores de otro centro comercial, O Redondo, no lo pude resistir,
crucé la calle y entré.
Ya estaba dentro, en el centro de un ordenado y pintoresco conglomerado de pequeñas tiendas en las que solo hay baratijas, espacio abierto para que jueguen los niños, un par de heladerías y ¡unos aseos de pago! Paseando muy despacio, deteniéndome en todas y cada una de las tiendas, en una de ellas compré un sombrero imitación panamá, ¡de papel!, hecho en China, me lo puse y, sin propósito alguno, decidí seguir paseando y disfrutando del mirar.
Y, aquí la serendipia, de
pronto, casi al final, una tienda que tenía algo especial: era como todas, y, como
todas llena de baratijas, pero entre ellas, objetos de cuero y, en un rincón, un
cuenco que parecía cerámica de verdad. Entré, olía a cuero, y sin que nadie me
dijera nada, había un grupo de mujeres comprando “lo normal”, comencé a mirar y
a tocar el cuenco, barro cocido y bueno, sin duda obra de un buen alfarero que,
sin llegar a ceramista, además de moldear el barro y usar el torno, usa colores
viejos y hace como que empieza a pintar.
Al salir las clientes, el
hombre, se llama Chete, muy amable, llevándome a otro rincón, me dice: - mire,
tengo más. Y sí, ante mi vista otra media docena de cuencos, todos hermosos,
de la misma factura, iguales y distintos, que salvo por los vivos colores, encajan
nada entre las baratijas que atestan el
local.
Decidido a comprar,
pregunté a Chete por el origen de los cuencos; - ¿le gustan?, son de
Buño, los hace Lola Faya, una señora mayor, se van a acabar -.
Por supuesto, muy contento, compré unos cuantos para regalar. ¿El precio?, muy baratos o muy caros, da igual, ya hay muy pocos como estos y que se vendan hace que, en manos amigas, se puedan conservar…
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