Hoy,
después de los casi 4000 años que han pasado desde que Hammurabi, con su
Código, pusiera fin a la antigua forma de hacer justicia que es la venganza, la
mayor parte de los habitantes de este mundo nuestro creemos y aceptamos que quien
comete un delito debe ser sancionado por las leyes y cumplir la sentencia que,
por lo que ha hecho, le hayan impuesto los jueces.
Y, todos
aceptamos también que, aunque el delito nos haya causado el mayor dolor, el
castigo no nos corresponde y, en nuestra sociedad y en nuestra conciencia, no
cabe la venganza.
Evidentemente,
esta convicción social está soportada en la existencia de leyes justas que
todos, todos, los ciudadanos y especialmente quienes tienen el poder, están
obligados a cumplir.
Sin
embargo, porque la vida es como es y porque a veces, muy pocas, la aplicación
estricta de la justicia puede ser excesiva, existen dos excepciones y que, para
su aplicación útil, requieren un amplio consenso social: el indulto, que es el perdón,
total o parcial, que se concede a un delincuente en función de la existencia de
especiales circunstancias, por ejemplo el caso de una persona muy arrepentida
de sus delitos y enferma grave; o la
amnistía, que es “el borrado” de los delitos cometidos en un periodo concreto por
muchas personas y cuya persecución puede ser un grave impedimento para la
pacífica convivencia en la sociedad, como sería el caso de una amnistía al final de una guerra civil.
Claro
está que tanto el indulto como la amnistía encierran al menos dos grandes
peligros, el primero la reaparición de la venganza como medio para obtener
justicia, y el segundo, la demanda social de la reimplantación de la pena de
muerte. Y, dejando de lado el primero
por muy obvio, nos centraremos en el segundo, la máxima pena.
Aunque
en general en occidente y en España en concreto, la pena de muerte nos parece
un tremendo disparate, hoy, ahora, está vigente en 89 países del mundo, entre
otros, los Estados Unidos de Norteamérica, China, India, Rusia, Brasil, Chile, Egipto,
Marruecos, Argelia y Túnez.
Las
razones por las que existe y se mantiene la máxima pena son múltiples y, aunque
todas, desde nuestra perspectiva cultural son insuficientes para justificar su
existencia, algunas de ellas son tan fuertes que, en situaciones excepcionales,
alguna sociedad concreta demanda su existencia y su aplicación, veremos varios
casos concretos.
Imaginemos
que no existe la pena de muerte y una banda o grupo terrorista que, para
conseguir sus objetivos, asesina a cientos y hasta miles de personas; en este
caso la sociedad responde aplicando duras penas de prisión a los terroristas
que son perseguidos por la policía y sentenciados por los jueces. Con ello se
logra que las víctimas del terrorismo y la sociedad en general, a pesar de su
gran dolor, acepten las sentencias y se conformen sabiendo que quienes han
asesinado lo están pagando durante muchos años en prisión.
O, la
conformidad de la sociedad con el encarcelamiento por largos años, incluso de
por vida, del violador y asesino de múltiples mujeres y niños.
O, la
tranquilidad que es para los ciudadanos saber que es muy difícil que alguien cometa
un delito de malversación, de sedición o de rebelión, porque si lo comete va a
pasarse, seguro, bastantes años en prisión.
Pues
bien, si los terroristas, los violadores asesinos, los malversadores de fondos públicos o los
sediciosos, por voluntad de quien en el Estado tiene el poder de hacerlo, son
indultados o amnistiados y quedan libres antes de cumplir su condena, la sociedad,
las víctimas, demandarán, para que esto no se repita en el futuro, que el
castigo no pueda ser revocado, y lo único no se puede revocar es la
muerte, la pena de muerte y, eso sin contar que los terroristas y asesinos amnistiados pueden ser
asesinados por sus víctimas, que, también, en el futuro serán amnistiadas.
Y, dicho
todo lo anterior, es momento de pensar en las terribles consecuencias que la aprobación
por las Cortes, pese a ser, por muchos motivos inconstitucional, de la ley de
amnistía, pactada por el doctor Sánchez con los golpistas catalanes, incluidos
terroristas, y, más aún, la posible aplicación de esa ley, o de otra que la complemente,
a asesinos de ETA, puede conllevar tres efectos terribles: la venganza de las
víctimas y la vida horrorizada de muchos amnistiados ante la posibilidad de
convertirse ellos también en víctimas; una cadena de amnistías para salvar de
sus penas a quienes se han vengado; y, esta es acaso la peor, la exigencia social
de la pena de muerte para que los delincuentes no puedan ser amnistiados.
No cabe
ninguna duda, si se aprueba la ley de amnistía del doctor Sánchez, además de
terrible para todos, quienes se beneficien de ella y quienes la hayan pactado corren
el inmenso riesgo de perder sus vidas y que quienes se las hayan arrebatado, en
no mucho tiempo, sean amnistiados.
En
consecuencia, por ello, y por el bien del propio doctor Sánchez, el de los
golpistas catalanes, el de los asesinos terroristas y el de todos nosotros, pido
a Dios que no se pruebe el horror que pueden ser, y serán, las consecuencias de
la ley de amnistía.
Nota: la
imagen que ilustra esta entrada está tomada de Vikcionario, el diccionario libre,
en Internet.
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