En casa tenemos una perra, una preciosa labradora negra, ahora con quince meses, que se llama, lo mismo que mi mujer y la mayor de mis hijas, Cristina.
Evidentemente, Cristina es un miembro de la familia, con todos los derechos y, por el momento, pocas obligaciones.
Durante sus primeros meses tengo que reconocer que hice poco caso a Cristina.
Era un cachorro gracioso que daba ninguna lata. Durante el día vivía en el jardín, aprendiendo a correr, perseguir a los pájaros y pasear una y otra vez la tapia para advertir, bien vigilada por Trucha, a quién pasaba por la calle, de su infancia feliz.
Solo a la hora de comer se hacía presente. Con un lametazo en la mano, me decía que era el momento de cumplir con mi obligación. Por la noche dormía a pierna suelta, sin ruido alguno, en su jergón.
Sin embargo, súbitamente todo cambió. Cristina, ni en sus peores pesadillas lo hubiera podido soñar. En lugar de ser la princesa de un enorme jardín, pasó a vivir horas y horas caminando con cuidado, sobre alfombras y entre muebles, o sentada en el suelo sin poder ladrar. Trucha tuvo otra suerte, cambio de jardín y aunque ya no era la reina, pudo seguir corriendo sobre la tierra, feliz.
Sin embargo, el cambio es, si tú quieres, siempre una oportunidad.
Cristina, que solamente había tratado con Trucha y hablado, nunca de cerca y siempre con alambre por medio, con Tigre, el pastor del jardín vecino, empezó a tener vida social.
Ahora, por la mañana y a medio día sale a la calle, ve gente, huele todo y hace lo que tiene que hacer. Por la tarde camina, observando todo, hasta el parque y disfruta siendo, con papel propio, parte de una manada de perros variopintos con los que puede discutir, correr y seguro, hablar.
Para mi mujer y para mí también las cosas han cambiado, jamás hasta ahora habíamos tenido que sacar un perro a pasear. También para nosotros ha sido una oportunidad.
Evidentemente, Cristina es un miembro de la familia, con todos los derechos y, por el momento, pocas obligaciones.
Durante sus primeros meses tengo que reconocer que hice poco caso a Cristina.
Era un cachorro gracioso que daba ninguna lata. Durante el día vivía en el jardín, aprendiendo a correr, perseguir a los pájaros y pasear una y otra vez la tapia para advertir, bien vigilada por Trucha, a quién pasaba por la calle, de su infancia feliz.
Solo a la hora de comer se hacía presente. Con un lametazo en la mano, me decía que era el momento de cumplir con mi obligación. Por la noche dormía a pierna suelta, sin ruido alguno, en su jergón.
Sin embargo, súbitamente todo cambió. Cristina, ni en sus peores pesadillas lo hubiera podido soñar. En lugar de ser la princesa de un enorme jardín, pasó a vivir horas y horas caminando con cuidado, sobre alfombras y entre muebles, o sentada en el suelo sin poder ladrar. Trucha tuvo otra suerte, cambio de jardín y aunque ya no era la reina, pudo seguir corriendo sobre la tierra, feliz.
Sin embargo, el cambio es, si tú quieres, siempre una oportunidad.
Cristina, que solamente había tratado con Trucha y hablado, nunca de cerca y siempre con alambre por medio, con Tigre, el pastor del jardín vecino, empezó a tener vida social.
Ahora, por la mañana y a medio día sale a la calle, ve gente, huele todo y hace lo que tiene que hacer. Por la tarde camina, observando todo, hasta el parque y disfruta siendo, con papel propio, parte de una manada de perros variopintos con los que puede discutir, correr y seguro, hablar.
Para mi mujer y para mí también las cosas han cambiado, jamás hasta ahora habíamos tenido que sacar un perro a pasear. También para nosotros ha sido una oportunidad.
Habíamos oído y nunca escuchado, que la gente que pasea a sus perros tiene algo especial. Gracias a Cristina hemos conocido a muchas personas, algunas que vale la pena tratar, otras que no tanto, pero todas con algo bueno y diferencial.
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