Lo que escribo hoy es en parte fruto de la nostalgia por la juventud perdida y en parte también por el dolor de constatar lo poco que en algunos lugares hemos conseguido progresar.
Un joven abogado me explicó una noche larga, al final de los años sesenta, que si era necesario prescindir de todo, incluso comer hierba, para asentar la revolución socialista lo haría gustoso y que, en consecuencia, harían alimentarse del mismo modo a todos sus conciudadanos hasta que los frutos del nuevo orden generasen, sin depender de los imperialistas, suficiente riqueza.
Yo, torpe de mí, pensaba entonces que lo primero era generar riqueza y luego repartirla del modo más justo posible y que, en ningún caso, quería comer hierba ni quería tampoco que el verde del campo fuera el principal alimento de los demás.
Han pasado los años, el joven revolucionario de entonces es hoy un ilustre abogado, que nunca ha comido hierba, influyente en su país, que lucha decentemente por el bienestar de su familia primero y de sus conciudadanos después. Yo tampoco he comido más hierba que la que se encuentra a veces en los nuevos platos de diseño en restaurantes caros.
Sin embargo, cuando veo, casi todos los días, en la prensa Managua, de Quito, de La Paz o de Caracas, los esfuerzos de sus dirigentes para asentar la nueva revolución, me parece que el tiempo no ha pasado en vano y que ahora sí, ahora sí es posible que consigan los nuevos caudillos, hacer que los nicaragüenses, ecuatorianos, bolivianos y venezolanos, salvo que venga un milagro, coman , si la hay, hierba.
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