En la provincia de Gerona, a poca distancia de la ciudad de Ripoll, está una de las grandes maravillas del arte románico de la que, por mi incultura, hasta hace pocos días desconocía.
Un claustro hermoso del siglo XV, que invita al recogimiento y a la reflexión demora la entrada en la iglesia del Monasterio de San Juan de las Abadesas.
Atravesar la puerta lateral y entrar en la iglesia, acaso porque intuyes en su interior, atenaza el alma.
Entrar es sentir de inmediato que estas ocupando y compartiendo, el mismo espacio que Emma, su primera Abadesa, hija de Vifredo el Velloso, sus nobles sucesoras y los cientos de monjas que desde el siglo IX al XII habitaron el monasterio.
Estas en el mismo lugar que los frailes que desde ese siglo, con distintos avatares rezaron sin pausa, pisando su suelo hasta el siglo IX. Estas compartiendo el espacio con incontables personas que, antes y aún ahora, se han emocionado en un templo que fue consagrado hace 1.122 años, el día 24 de junio de 887.
La iglesia es una nave encabezada por un transepto. Cinco ábsides con arcos sobre columnas y, en el altar mayor, las figuras del Santísimo Misterio, el Descendimiento, un conjunto escultórico del siglo XIII que puede ser la envidia del mejor escultor del XXI, atrae tus pasos, absorbe tu mirada, se instala en tu pensamiento y se fija en tu cerebro para siempre.
El retablo de la Virgen Blanca, la capilla barroca o el pequeño museo son adornos que añaden encanto, que no valor, al templo románico.
Salir de la iglesia, mal recorrer el bonito pueblo, enfilar la carretera de regreso a Ripoll y disfrutar el camino soñando al Conde Arnau, en su búsqueda inagotable de placer por estas tierras culmina una visita que no se borrará nunca a la tierra de mis bisabuelos.
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