Para
mis nietos Pablo, Mateo y Luis
Pablo,
tiene 15 años y es mayor, hace un momento que se ha despertado y desde que
abrió los ojos, para enseguida cerrarlos, entre sentado y tumbado en el suelo,
está muerto de miedo.
No
puede ser, es una pesadilla, seguro que
estoy soñando, se dice una y otra vez al comprobar lo que está pasando: en
lugar de estar en el jardín de su casa enseñando a sus primos a tirar petardos, está en un cuarto pequeño que huele fatal,
tiene las paredes de piedra y está lleno de humedad; hay una puerta grande de
madera, antigua y siniestra, con
herrajes enormes de hierro, como las de los videojuegos; y, en la pared
opuesta, un ventanuco cruzado por tres barrotes, también de hierro y oxidados;
y más allá, fuera, hay como niebla y no
se ve cielo; el techo es bajo, apenas
unos centímetros más alto que su cabeza, y, lo peor, en el suelo tirados sobre
unos montones de paja, como dormidos o muertos, sus primos pequeños,
tienen los dos cinco años, Luis y Mateo.
En
su angustia se levanta del suelo y, medio agachado, camina tres pasos, se
acerca a Luis, está más cerca, le mira, le toca, está caliente, respira, no
está muerto; Mateo también respira, ¡menos mal!, tampoco está muerto. Apenas
repuesto, Pablo se da cuenta de que él y sus primos en lugar de vestidos con ropa están cubiertos por unos
sucios sacos, que no son otra cosa que cortos, ásperos, malolientes y
andrajosos harapos.
¡Estoy
soñando, estoy soñando! Se agarra la
cabeza con las manos, cierra los ojos, respira hondo, se pellizca en los
brazos, y, cuando vuelve a abrir los ojos, nada, todo sigue igual, está donde
estaba y sus primos siguen durmiendo, sin moverse, sobre la paja. El susto de
antes es ahora más horroroso, casi de muerte, está a punto de llorar, pero se
contiene, tengo que hacer algo, pero ¿qué hago ahora? Ser valiente, ser
valiente, no me queda otra que ser valiente.
Se
pone de pie, se acerca a la puerta, la empuja, no se mueve, la empuja más
fuerte, sigue cerrada. Mira las paredes de nuevo, las toca, la piedra es dura,
están húmedas, muy resbaladizas, y salen gotas de agua por las junturas.
Va
hacia el ventanuco, no necesita empinarse, está a la altura de su cabeza, mira
fuera: ve una pared enfrente y dos a los lados, tienen ventanucos con
barrotes a nivel del suelo, nota en las
manos que, aunque los barrotes están oxidados, se ha agarrado a ellos, no se
mueven. Está claro que están en una cárcel de mazmorras y que están encerrados. Grita, ¡socorro, socorro! durante
largo rato nadie responde, luego escucha una voz tenue, como un eco lejano, que
dice: ¡Pablo, Pablo!
Es
Mateo, se ha despertado, ha mirado alrededor y, llorando, le está llamando. Se
acerca, le abraza y, sin pensarlo, murmura bajito: no te preocupes, ¿no te
acuerdas?, estamos jugando. El niño se calma, ve a su lado a Luis y dice: está
dormido, vamos a despertarlo.
Luis
tiene el sueño profundo y no contesta a los gritos de su primo, quiere seguir
durmiendo. Mateo lo mueve bastante
y tras gritarle al oído varios
¡vamos, levanta, que te va a gustar a lo
que estamos jugando, Luis se despierta y muy sorprendido, pregunta a sus primos: ¿dónde estamos? ¿a qué estamos jugando?
Pablo
no necesita pensarlo, mientras se rasca la cabeza, le está picando, le sale
solo: a las mazmorras Luis, estamos jugando a las mazmorras.
Luis
no le escucha, también él se rasca la cabeza: es como si tuviera muchos piojos,
se queja; y, de pronto ve a seis abejorros enormes que entran por el ventanuco
volando en formación; hacen un ruido muy fuerte, es como si tuvieran motor, y
se ponen a dar vueltas y vueltas, siempre cerca del techo de la mazmorra.
Mateo,
mientras también se rasca la cabeza, también mira embelesado la formación de
abejorros, lo piensa y grita: ¡qué bien vuelan!, ¡son como aviones de combate!,
¡al suelo primos, pueden atacarnos!
Han
caído casi juntos, Pablo alarga los brazos, agarra fuerte a sus primos para
protegerlos y, en silencio, los tres contemplan volar, dando vueltas, cada vez
un poco más lejos del techo; ¡nos están buscando!, advierte, muy bajito, Luis.
Y, de repente, la formación sube el ruido, enfila el ventanuco, acelera y, a
toda velocidad, los seis abejorros salen como han entrado.
Los
primos respiran, pasó el peligro. Ahora, aunque siguen rascándose las cabezas,
pueden pensar en otra cosa. Tengo hambre, dice Mateo; yo también, añade Luis.
Pablo, que también está hambriento, para tranquilizar a los pequeños, sin
pensarlo, les dice algo así como: dentro de un rato el carcelero nos va a traer
el desayuno.
Esperan
y esperan, en la mazmorra hace frio, y
los tres están en silencio, abrazados.
Pero no, el carcelero no viene, Luis y Mateo ya no quieren jugar, se
quejan, quieren marcharse a casa con sus mamás, Pablo, que, aunque es mayor
también quiere volver a casa con su mamá, trata de calmarlos mientras piensa, y
piensa y piensa, hasta que, se da cuenta que sus primos se han dormido, y él,
hambriento y agotado, sin saber qué hacer, olvida los piojos y cierra los ojos, también se ha
dormido.
Y,
al despertar, Pablo, antes de abrir los ojos, todavía asustado, sigue pensando,
y pensando, no le pica la cabeza, cada vez más angustiado, en cómo va a salvar
a sus primos, hasta que escucha la voz de su madre que dice: ¡hijo, hijo, no
seas gandul, levántate ya, es muy tarde!
Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Nota: la imagen que ilustra esta entrada está adaptada
de otra tomada de Internet.
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