En estos días de enero he releído, en el mismo ejemplar editado por la revista Literaria Novelas y Cuentos en 1948, La Campana de Huesca, una preciosa novela romántica publicada por Antonio Canovas del Castillo en 1852.
Aunque creía conservar bien, y acaso por ello, el recuerdo de la lectura que de la mano de mi padre hice del texto a los doce o trece años, me ha impresionado profundamente tanto el libro en sí como las emociones que a este tenía asociadas.
La historia en sí misma es terrible, rezuma, crueldad, valor, fe, sangre, miedo, amor, fuerza, convicción, odio, compromiso, sabor de venganza y sentido del honor.
En mi recuerdo había buenos y malos, los buenos que defendiendo a su Rey, al final construyen con las cabezas decapitadas de los malos, la Campana de Huesca. Los malos que, sin esperar resistencia, en defensa de sus privilegios, se oponen y se enfrentan al Rey Monje.
Hoy, al repasar despacio las pequeñas letras que hacen palabras con sabor a viejo el libro de Canovas, he sentido nuevas y hermosas emociones encontradas.
Ya no he visto buenos y malos. Los personajes son, todos ellos, al mismo tiempo buenos y malos, son primitivos quizá, pero son humanos.
La crueldad, el valor, la sangre y el honor están por todos compartidas. El frío, el cansancio, el dolor de la memoria, las heridas del hierro, la bravura y la ignorancia, el temor a Dios y el miedo al infierno, la defensa de los derechos y el poco valor de la muerte y de la vida acompañan, los destinos de los personajes.
Yo, cuando de niño leí la novela, creía que estaba leyendo Historia de España y pensaba que lo que Canovas contaba era parte de mi propia alma. Eran tiempos terribles en los que, en la mente de un niño, la muerte importaba menos que el honor, el valor o la venganza.
Hoy, la Campana de Huesca, esa novela romántica que en el Siglo XIX escribió Canovas, me ha hecho pensar en cuanto de bárbaro llevamos aún en el alma y en que acaso, muchos de nosotros, lo que mejor comprendemos, es el hablar de las armas.
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