Sí, estamos
ante una situación difícil, muy difícil y sí, muy probablemente estamos en el punto
álgido de una crisis de la que es imposible saber cómo y cuándo vamos a salir,
aunque como muy bien, ayer por la noche, dijo nuestro Rey Felipe VI, vamos a salir.
Y yo, en esta
crisis, como todos los mayores, todos los niños y una parte importante parte de
los adultos españoles, estoy encerrado en casa, mirando las noticias y, en este
muy especial 19 de marzo, San José, hablando por teléfono. Y claro, no lo puedo
remediar, me paso el día observando la situación y analizando con impotente pavor las palabras, las decisiones y las acciones de
quienes ahora nos dirigen o, acaso mejor dicho, nos mandan.
Es evidente
que tanto yo como la mayor parte de los viejos que asistimos desde nuestras casas a la pandemia
que nos ofrece el gran teatro de la vida, a lo largo de los años hemos vivido en más de
una ocasión situaciones, incluso etapas
que, para nosotros y para nuestras familias, han sido bastante mas duras y
peligrosas que la actual del coronavirus.
Solo una
diferencia: en nuestras propias situaciones de crisis, de grado o por fuerza, fuimos
protagonistas y, por nuestro esfuerzo o
nuestra suerte, el desgraciado o exitoso
resultado de cada crisis fue, en mayor o
menor grado, consecuencia de nuestras
decisiones y de la forma en que transformamos las decisiones en acciones u omisiones.
Y ahora,
claro, como es natural, no estoy, no estamos al timón de la nave que intenta
atravesar sin demasiados daños la
tormenta. Pero, pero, mirando al timonel, al segundo y los huesos cruzados que junto a la calavera adornan sus sombreros y
los sombreros de su marinería, no dejo
de sentir, escondido en el rincón más oscuro de mi casa, un auténtico y muy
desagradable pánico.
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