miércoles, 11 de febrero de 2009

231. MATAR AL ENEMIGO


Siempre me ha llamado la atención que en nuestro tiempo, extremadamente violento, nunca, hasta ahora, haya tenido noticias de empresarios o altos directivos de grandes empresas o corporaciones que hubieran recurrido al asesinato para eliminar a competidores o saldar cuentas con enemigos.

Y me ha llamado la atención por dos razones, la primera porque las barreras éticas no son, cuando de trata de dinero, obstáculos insalvables para cometer enormes delitos y, la segunda, porque el coste de una muerte no supera en su cuantía a muchos gastos corrientes o al envío a provisiones de las cuentas de deudores incobrables.

Por ello siempre me ha alegrado el que producir la muerte no haya estado nunca en la forma de comportarse de los altos directivos de las grandes empresas o corporaciones.

Si, es verdad que, de cuando en cuando, aparecen en los medios de comunicación casos luctuosos relacionados con venganzas o ajustes de cuentas por asuntos de dinero, pero también es verdad que nunca he visto implicados en ellos a empresarios o altos directivos de grandes empresas.

También he visto, por desgracia, a empresarios o directivos de éxito que arruinados por su mala gestión o por la eficiencia de sus competidores, han caído en la desesperación y han renunciado a seguir viviendo. Y, en estos casos, tampoco he tenido noticias de que ninguno de esos hombres demolidos haya empleado sus últimas horas en llevarse al otro mundo a los causantes de su desgracia.

Sin embargo, en estos días me ha llamado la atención una noticia preocupante: Santos Ramírez, el presidente de la empresa pública boliviana YPFB, ha sido destituido por el doble crimen de quedarse con el dinero de la empresa y de participar, de un modo u otro, en el asesinato de uno de sus enemigos.

Este hecho, aunque producido en Bolivia, país que aunque pueda parecer lejano está muy próximo, me ha alarmado en extremo.

Solo me consuela un poco la posibilidad de que el Sr. Santos Ramírez fuera, previamente a su designación para el cargo, un delincuente peligroso y que su nombramiento para ocupar el máximo puesto ejecutivo de la petrolera pública boliviana fuera, aunque grave, un mero accidente, en el que pudo incurrir quien decidió su ponerle en tan importante posición en la empresa.


Espero que este hombre no fuera un empresario o un directivo profesional que, en el curso de su trabajo, luego de analizar alternativas, eligiera precisamente la que, en el mundo de la empresa, probablemente por falta de utilidad real ha estado, hasta ahora, absolutamente prohibida.

Con todo, me asalta la preocupación por el nuevo drama que se añade a los que cada día viven los bolivianos, pero me preocupa mucho más, porque una vez aparecido el primer caso, es posible que, en la angustia del tiempo en que vivimos, otros desesperados puedan optar por la misma o similares locuras.

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