lunes, 16 de marzo de 2015

675. MONS. JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ-BALDOR Y HERNANDO DE LARRAMENDI

Monseñor José Ramón Fernández-Baldor y Hernando de Larramendi, Don José Ramón, en Torrelodones el sábado día 14 de marzo, a los 85 años, ha muerto

Hoy lunes, en el funeral Corpore insepulto que se ha celebrado en la Iglesia de San Ignacio y en el  entierro,  una multitud de personas agradecidas ha acudido a decir adiós al párroco, al cura, al hombre bueno que hizo cuanto pudo y mucho más  por las gentes que han vivido o han pasado por Torrelodones desde que llegó, muy joven, en 1954, hasta el día de su muerte.

Con la iglesia muy bien iluminada, los bancos llenos y  el féretro ya instalado al pié del altar, en tanto da comienzo la ceremonia, en mi memoria reaparece la imagen de  lo pequeña, destartalada e inhóspita que era esta iglesia cuando Don José Ramón llegó como párroco a Torrelodones y en cómo lo siguió siendo hasta que, bastantes años después, él  consiguió, con tenacidad e increíble esfuerzo, como lo hizo  todo en su vida, renovarla entera, por dentro y por fuera.

Al paso solemne del cortejo de  acólitos, diáconos, presbíteros y del Señor  Obispo, desde el atrio hasta el  presbiterio, rememoro los cientos, los miles de veces que he visto el andar, entre decidido e inquieto, de D. José Ramón, saliendo del confesionario hasta llegar a la sacristía para salir luego  a decir  la Misa. Y le veo, con la mano derecha alzada, bendiciendo, y le escucho el “In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti”  y el  "ite missa est"  al comienzo y al final de las  misas durante años,  antes de que el Concilio Vaticano trajera el castellano a la liturgia.

Y, de la mano del Señor  Obispo, mientras desgrana viejas palabras,  veo a Don José Ramón, cada año, años y años,  en la puerta de este templo o en la Iglesia del Carmen, con el roquete blanco, esperando con aire distraído y, a menudo el ceño fruncido,  a que se ordenasen las filas de capirotes rojos,  morados y negros de las cofradías,  fue obra suya  darles vida,  la partida  de las procesiones del Jueves y el Viernes Santo.

Avanza la ceremonia, la misma  que ha oficiado D. José Ramón cientos, acaso miles de veces y en los ecos de las palabras repetidas, vuelvo a ver al Señor Cura; y le veo,  sobre cualquier otro recuerdo,  arriba, en su casa,  en su despacho, sentado, pensando, y  me adentro en  sus  silencios anegados de preocupación y  de dudas, de problemas sin solución que resolvía, ¡quién sabe por qué milagro!,  para  dejar paso a otros,  distintos y peores que, como él me dijo tantas veces, Dios proveía.

El funeral ha terminado, el Señor  Obispo, el Párroco de San Ignacio  y los muchos sacerdotes que han oficiado,  abandonan el presbiterio. El  salir cansino  del ataúd que lleva los restos de Don José Ramón me hace pensar que  ésta,  su última salida de su iglesia, escuchando los rezos  silenciosos de los presentes, y  su último paso ante  la fachada de su colegio, son  el mejor símbolo del quehacer inmenso y de la obra ingente  de “este humilde cura de pueblo” que, terco como él solo, dedicó su vida, dando, rezando, confiando, educando y ayudando, amando  mucho,  a  hacer el bien.

Luego, en el cementerio, tras el último responso, al escuchar la Salve, retorna a mis oídos la voz  de  Don José Ramón, cantando, enamorado de la Virgen  Santa, como siempre hacía.

Casi al final,  al  ver   cerrar  el nicho, en un escalofrío,  me asalta otro pensamiento, acaso banal pero muy cierto: Hoy, con  este entierro, se ha puesto fin a la obra  larga y difícil de D. José Ramón que,  con algunos de sus feligreses, hizo  de Torrelodones, que era nada, un muy buen y educado pueblo.

Saliendo del cementerio, con la tristeza que siento al  dejar allí al viejo amigo, pienso en el magnífico  recibimiento que habrá tenido Don José Ramón, al encontrarse con tantos y tantos de los suyos,  al llegar al Cielo.


Dios le tenga en su Gloria a este  hombre bueno que, con su  vida de amor y de esfuerzo, ya  se ha ganado, en la memoria de los suyos,  un lugar  de absoluto privilegio.

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