sábado, 3 de abril de 2010

312. EL TRABAJO, POR MÁS QUE MÁS QUE PESE A QUIÉN LE PESE, ES DIGNO Y SIEMPRE HONORABLE


Al día siguiente de llegar a La Paz, el día 10 de marzo, apenas pasadas unas horas de haber aterrizado en El Alto, no me puede resistir al deseo intenso de subir desde la Plaza de Isabel la Católica hasta la Plaza Murillo para, además de volver a llenar mis ojos con la vida de la ciudad, lustrarme los zapatos como me gustaba hacer mucho tiempo atrás.

Entre el gentío que llenaba la Avenida Arce, el ruido de un tráfico intenso, el peso de mi cuerpo y el cansancio de mis pulmones me hace desistir del intento de subir caminando hasta el Prado y andar luego por la Ayacucho para llegar a la Plaza Murillo. Es imposible y antes de alcanzar las obras que medio ocultan el monumento al Mariscal Sucre tomo un taxi para recorrer, transitando por lugares para mí en gran parte desconocidos, las antes no muchas cuadras que me separan del Congreso, la Catedral y el Palacio Presidencial.

Hablar con los taxistas siempre es bueno, te explican siempre su percepción de la realidad y el mío, contra lo que suele pasar en todas partes, estaba satisfecho de su vida, de su trabajo y de su ciudad. Me explicó que el taxi era suyo, que lo había comprado con el dinero ahorrado en España, que las cosas le marchaban bien, que la política no le importaba y que en La Paz, quien tenía un poco, no mucha plata, para empezar podía vivir y, con esfuerzo, medrar. Eso sí, si no tienes ese algo, en Bolivia lo tienes muy mal.

Mientras escucho al taxista observo la vida del centro de la ciudad, toda vida, en ordenado desorden y enorme actividad.

La Plaza Murillo, salvo en la nube de palomas que ahora lo llenan todo, en nada ha cambiado en los cuarenta años que he estado ausente de La Paz y, los lustra calzados siguen en su lugar.
En tanto el experto profesional, ya de edad, me limpia los zapatos, renuncio a leer el periódico ofrecido con cortesía y observo, además del encantador entorno de la plaza, el trabajo de los otros limpias que, al igual que antaño, saben trabajar. Bien limpios mis zapatos, pago lo justo añado al precio una cantidad suficiente para que el profesional no solo me recuerde un día sino para que, por mucho tiempo, tenga algo muy bueno que contar.

Un buen paseo por la Plaza Murillo me hace reubicar en su lugar el Palacio, a la izquierda de la Catedral, distinguir la bandera del Estado Plurinacional, reconocer la farola presidencial, y contemplar, en continuado asombro, la vida activa de La Paz.

Al bajar por la calle del correo y pisar los escalones de sus aceras, se ilumina la luz de la memoria que va encajando fachadas, reconociendo distancias y distinguiendo lo que es nuevo.
Frente al Café de la Paz me doy cuenta de algo que es anormal: Los muchachos que limpian zapatos sin tener su puesto fijo, deambulando la calle, van todos con el rostro y tienen los ojos brillantes, con urgencia en la mirada. Es nuevo, antes nadie llevaba la cara tapada en esta ciudad.


Me siento despacio, a recuperar el resuello en un banco del Prado, frente a la terraza del Copacabana y pregunto a alguien ¿Por qué los chicos no dejan ver su cara? La respuesta, me asombra: no quieren que nadie y menos que nadie, sus enamoradas, sepan que se ganan el sustento en este oficio, el peor visto, el menos aceptado en la ciudad.


Me da mucha pena, alguien tendría que decirles que no hay trabajo indigno, que todo trabajo es bueno para empezar, que lo único indigno es, pudiendo hacerlo, no trabajar.

Una manifestación baja rápido la avenida, de cuatro en fondo, los manifestantes, son normalistas, lucen pancartas a favor de la Constitución y gritan “Aprobado para todos”, a favor de la Educación.
La tristeza que he ido acumulando sentado en el banco se hace mayor y sin pensarlo mucho me paro y vuelvo a caminar. Me atrevo a subir un trozo de la Landaeta, mi calle en otro tiempo, hasta que las fuerzas no me responden y tengo que tomar otro taxi para bajar las cuadras, bien pocas, hasta el buen hotel de la Plaza de Isabel la Católica.


El paseo que he dado en mi primera mañana en La Paz me he dejado un sabor agridulce y no me queda más remedio que sentarme un rato largo, fumar un cigarro y tomar un mate de coca , no solo para recuperar las fuerzas sino, sobre todo, para asimilar que, luego de muchos años, estoy en La Paz.

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