jueves, 16 de septiembre de 2010

337. DE LOS GITANOS



Cuando era niño, antes de ir al colegio, allá por los años 50 del siglo pasado, lo que más me gustaba en el mundo era que mi madre me dejara abrir la puerta del jardín y recorrer los no más de doscientos metros, por la calle sin asfaltar, llena de charcos y siempre desierta, dejando a la derecha la casa del escritor Ricardo León y a la izquierda la checa, no sabía entonces qué era una checa, hasta atravesar el camino que era lo que es hoy la Carretera de Galapagar y entrar en la tienda de ultramarinos, abarrotada de maravillas, de Teodoro Domingo, para comprar lo que me hubieran encargado y volver, dando patadas a las piedras, desandando el camino, hasta llegar a casa.

Pues bien, todos los años, creo que en primavera, al salir de la tienda de Teodoro Domingo, descubría pegados a la tapia trasera de Villa Lucero, en el descampado, a los gitanos.

Inmediatamente, me acercaba a verlos, me llenaba de sus olores y admiraba sus fuegos, preguntaba cosas, escuchaba todo y luego, corriendo, volvía a casa para contar a todos que estaban los gitanos y, no se por qué razón, cuando mi madre volvía a dejarme ir a la tienda, cuando llegaba al descampado los gitanos se habían marchado.

Me gustaban los gitanos, encantaban sus carretas, los vestidos de las mujeres, las risas que hacían por todo, los niños y las niñas, los pucheros que arreglaban y cómo hacían, con enea, los asientos de las sillas y los animales. Me llenaba de admiración que llegaran y se fueran, que su casa estuviese en cualquier parte, que fueran pobres y, sobre todo, que hicieran lo que les diera la gana, como a mí me parecía que era su vida.

No hacían en mí ninguna mella los comentarios de los adultos oídos a medias, sobre que habían robado las gallinas de Andrés, las tuberías de algunas casas o si la guardia civil había tomado medidas. No, los gitanos eran para mí, cada año la alegría de lo nuevo y de lo diferente, creo que siempre, desde entonces, he querido a los gitanos.

Luego, ya de adulto, siempre me han gustado los gitanos, he estado en muy buenos y menos buenos tablados, tocado palmas en el Sacromonte, admirado a los grandes del cante, he tenido el honor de ser invitado y haber asistido a una boda gitana, he visto a niñas rumana hurtar a franceses y turistas en las terrazas de Toulouse, he calle conocido poblados de familias asentadas y he visto campamentos de gitanos nómadas. Siempre he sentido por ellos el alegre aprecio que sembraron en mi niñez y nunca los he visto como un problema y menos todavía como una amenaza.


Más todavía, he leído y releído muchas veces, disfrutando siempre, La Estrella Romaní, la novela de Robert Silverberg que cuenta la vida de Yakoub y explica el por qué los gitanos están obligados a vivir siempre viajando. ¡Cómo me hubiera gustado ser gitano y poder espectral!

Ahora al ver cómo el Presidente Sarkozy, amparándose en la legislación vigente en su país, apoyado por casi todos los presidentes de la Unión Europea y probablemente por la mayor parte de los ciudadanos de la Unión, ha expulsado y seguirá expulsando de Francia a los gitanos nómadas, me sacuden sentimientos encontrados: Por una parte comprendo bien a los ciudadanos, normalmente los menos ricos, que en Francia, España, Italia, en toda Europa, padecen la presencia anómala, descontrolada y hasta peligrosa a veces, de nómadas gitanos y que exigen seguridad y por otra parte, me duele el alma al ver que los gitanos, aunque se resistan, están condenados a la “integración”, que no desean, en el mundo rico en bienes y preocupaciones y pobre en valores y alegrías que, para bien o para mal es nuestra vieja, culta, loca y maravillosa Europa.

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