miércoles, 16 de diciembre de 2020

907. DE LA NUEVA NORMALIDAD 52

 

DE APODOS Y MOTES

 

En estos tiempos crueles, cuando nuestros gobernantes nos están devolviendo a los años en que nuestros padres eran jóvenes y las gentes de mis años aún no habíamos nacido, contemplando con asombro las cosas que hacen y dicen los políticos que hemos elegido, ¡qué cosas tiene la memoria!, he vuelto a pensar en la riqueza de nuestro idioma y la maldad con que, durante muchos años, en nuestra historia, hemos usado eso que se conoce como apodos y motes.

Tan es así que he buscado en el Diccionario de la Lengua Española y, como siempre, he encontrado: Apodo es el nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia; y Mote es el sobrenombre que se da a una persona por una cualidad o condición suya.

Y, había olvidado que en los pueblos y también en las ciudades de España era frecuente que hubiera personas que a lo largo de sus vidas mal soportaban y, en ocasiones incluso atendían, ¡qué horror!, ser conocidas por apodos y motes.  

Incluso recuerdo por sus apodos o motes a personas de las que nunca supe, o tengo guardados en el olvido, sus verdaderos nombres, entre ellas están: el cojo, el sordo, el cabezón, el tuerto, el gordo, el felón, el idiota, el negro, el piojo, el cagón, el mariquita, el sabiondo, el bastardo, el cazador, la lagarta, la pelines, el calvo, la miserias, y, aunque podría añadir algunos otros especialmente crueles, creo que es mejor no recordarlos.

Es evidente que desde que yo era niño la educación en nuestra sociedad ha mejorado y, de alguna manera, la terrible crueldad de la convivencia se ha atenuado y, podríamos decirlo con inmensa satisfacción, hasta hace muy poco en España nadie tenía que arrastrar de por vida el terrible sambenito de cargar con un mote difícil o un apodo doloroso.

Pero, todo tiene su por qué, los motes no nacían por casualidad, reflejaban, eso sí, con inusitada crueldad, realidades de las personas y, también de las familias que, en no pocas ocasiones, cargaban como herencia de un apellido no deseado, con un mote cruel, los usureros, o un apodo malicioso, los felones, por ejemplo.

Y, me pregunto con preocupación y no poco espanto, si en España no estamos muy cerca de empezar a usar, en lugar de sus cargos o sus nombres, apodos o motes, para referirnos a personas públicas que, acaso por sus conductas de moralidad para unos u otros más que dudosa, van a sufrir de por vida, aun después de dejar la vida pública, el horror de un mote y que, esto es lo peor, lo transmitan a sus inocentes hijos y sus nietos, estos más inocentes todavía.

¿Quieren un par de desagradables ejemplos que ya he escuchado por ahí y que espero y deseo de corazón que no prosperen? Pues aquí los tienen: nuestro Presidente del Gobierno, porque de cuando en cuando, en público, miente, podría cargar como apodo con El mentiroso; y nuestra muy digna Ministra de Igualdad, porque inventó o hizo suya una valiosa frase propagandística, recibir el mal mote de  La sola y borracha.


 

 

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