A lo largo de
los últimos años, con dolor, he asistido a la muerte de personas muy queridas;
mis padres, mi mujer, miembros de la familia, amigos y compañeros en la vida, permaneciendo
en mi corazón, han fallecido.
Y eso es
normal. La edad no perdona, el tiempo se acaba y porque soy viejo, mayor corrige siempre mi
amigo Gaspar, poco a poco, he ido aceptando la proximidad de la muerte sin
pensar en ella y, ciertamente, sin preocupación ni temor.
Sin embargo, hay
algo que, a veces, por llenarme de curiosidad no deja de inquietarme: si ya soy
viejo, si mi trabajo ha terminado, la enfermedad está instalada en mi cuerpo,
siempre estoy cansado, y fuera verdad, como me enseñaron de niño, que el regalo
inmenso de la vida es fruto de infinitas
causalidades, tiene un por qué, un para qué, y es en nada capricho de la suerte,
¿qué sorpresas, buenas o malas, me están esperando en la proximidad de la
muerte?
Y, al final, cuando
llego a este punto, siempre me ocurre lo mismo, abro los ojos, levanto la
vista, la luz del sol si es de día o el brillo de las estrellas si es de noche,
me alegran el alma y me digo: calma José Luis, ¡calma!, no te inquietes, aún en
la proximidad de la muerte, es bueno vivir con esperanza.
Nota: hoy, 15
de enero es el día en que mi madre hubiera cumplido 101 años, ¡qué jovencita
era cuando me tuvo a mí!, y el pensar en su larga y fructífera vida me ha hecho
recordar en esta entrada que, como la suya, mi vida, todas las vidas, tienen siempre
un propósito y un final.
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