Aunque se bien que vivimos tiempos de cambio, tengo
que reconocerlo, salvo algunas rabietas por hechos puntuales, nunca, hasta hoy, había sentido fuertes emociones y, menos
aún, profunda envidia.
Sí, hoy siento envidia, y no la que es tristeza o
pesar del bien ajeno, sino la otra, la que produce una muy fuerte emulación, deseo
de algo que no poseo.
El escuchar las palabras, ¡sin templanza!, ver los
hechos, ¡bárbaros!, y comprender las intenciones, ¡despiadadas!, de los nuevos
líderes norteamericanos, me ha sacudido el alma: hay, ha vuelto a haber, en el
mundo líderes que están decididos a conseguir un sueño.
Y no es un sueño de viejos rencorosos, de gente que
anhela reescribir o volver al pasado, es el sueño de jóvenes ambiciosos que
pretenden el poder, para su país, para ellos, en un orden nuevo.
Y, lo mejor, hay en el mundo otros líderes y otro
pueblo, los chinos, que también creen en el futuro y tienen, con ninguna
piedad, el mismo sueño.
Estamos ante una batalla apasionante en la que todo
vale, en la que los contendientes van a luchar, ya están luchando, empeñando
sus almas, hasta que se imponga uno de ellos.
Mientras tanto, nosotros, los hispanos y los europeos,
asombrados, tímidos, desunidos y quejumbrosos, con la ilusión de perder solo un
poco de lo que ahora tenemos, miramos, implorando piedad, a chinos y
norteamericanos, con la triste esperanza de que en la batalla se maten entre
ellos.
Y sí, me muero de envidia, y también tengo mi propio
sueño: no quedarnos quietos, aunque sea con guerrillas, al menos participar y sacar algo en la batalla
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