Aunque a lo
largo de los años, en este blog y en los libros que he publicado se refleja
bien tanto mi forma de pensar y de sentir como el conjunto de mi trayectoria
vital, hay un punto de mi intimidad que, acaso por pudor, hasta ahora no me he
atrevido a comentar: es la nueva y extraña
experiencia de divagar sobre el final de la vida como algo lógico y natural.
Y, quizá para analizar
y asumir yo mismo lo que me está ocurriendo y porque es posible que pueda
ayudar a otras personas, jóvenes o de mí misma edad, a comprender algo que,
seguro, sucede a no pocos viejos, escribo estas “divagaciones”.
Así, de
repente, cuando tienes años, a mí en la proximidad de los 80, sin que pase
nada, ni darte cuenta, “tropiezas” con una realidad: tu cuerpo se está
deteriorando, ya lo está, y no hay más.
A las enfermedades
crónicas, más o menos graves, se unen en un todo nuevas y permanentes molestias:
debilidad en las piernas, no poderte agachar o levantar, eso de ver poco, oír
menos, tener dolores y padecer un cansancio general, todo un conjunto de males que,
lo sabes, solo pueden empeorar.
Y, esto es peor,
no recuerdas lo que antes sabías, te cuesta un gran esfuerzo imaginar, no encuentras palabras
para lo que quieres expresar, y vas perdiendo capacidad para pensar, sentir y soñar.
Es claro, te
dices, tal como estoy no puedo durar y, enseguida, lo piensas un poco y añades,
ya soy viejo, hice lo que hice, no lo puedo cambiar y, morir, ¡menos mal!, es
lo normal.
Repasas una y
otra vez el pasado y ves con asombro los
desastres que resultaron cosas que “salieron
bien” y lo muy buenas que fueron las consecuencias
de las que, en su momento, “salieron peor que mal”.
Amores y
desamores, aciertos y desaciertos, éxitos y fracasos, hacer lo que había que
hacer, trabajar y trabajar; es como si al nacer, como a un ratón de hojalata, te
hubieran dado cuerda para correr, sin pensar ni parar, hasta el final.
Y te sorprendes,
más si cabe, cuando piensas y divagas sobre los grandes bienes y males del
pasado, desde la manzana de Eva, la traición de Judas, la muerte de César, la
vida de Cortés, la ruptura del Imperio, la Paz de París, la Guerra Civil, lo
bueno que fue el Rey Juan Carlos I, o los años que llevamos en España con un enloquecido doctor y los que
se anuncian que van a peor; sí, pienso en todos ellos y en muchos más, unos me
alegran y otros me entristecen. Y descubro que porque todos ellos sucedieron vivimos y somos como
somos quienes ahora estamos vivos…y que todo, todo lo que yo, cada uno de
nosotros, ha hecho en su vida, al final para bien de unos y mal de otros, ha
sido decisivo.
Y, para terminar, me digo: ¡déjalo José Luis, déjalo!, estás muy cansado, ¡deja de divagar!, a fin de cuentas, hagas lo que hagas, aunque sea nada, inexorablemente, para bien o para mal, condicionará el futuro, ¡es el destino!, y no lo puedes evitar.
1 comentario:
Estas divagaciones si son cosas de viejo, pero de viejo lúcido, que no todos lo son.
Con ellas o muy similares, me levanto yo, estimado José Luis ,cada día desde hace bastante. Es como una preparación para lo que nos queda y poderlo afrontar con serenidad e inteligencia, sin miedos ni demasiados reproches. Se hizo lo que se hizo y creo que no mal. Lo importante es no dar el camino por acabado o por perdido. El trecho que queda debe ser lúcido y fructífero dentro de lo que ya cabe,que no es mucho y sentirnos agradecidos por estar vivos y todavía pensantes y activos. Quedan pocas compensaciones, el mundo se está poniendo cada vez mas feo, ver el telediario es una firme invitacion a la depresión, pero nos queda ese reducto de la inteligencia: apreciar lo bello, leer, escribir y relacionarnos con personas afines. No es todo, pero es mucho.
Una que escribe.
Publicar un comentario