domingo, 17 de agosto de 2025

1198. DE EL IMPERIO DE LA PALABRA SILENTE


Esta entrada contiene la sinopsis, los temas centrales y el primer capítulo de una nueva novela, ya avanzada, que me atrevo a publicar con el propósito de conocer la opinión de mis muchos amigos y corregir, con su ayuda los errores y desajustes que, sin duda alguna, contiene, para conseguir una obra mejor.

Sinopsis

Andrés, catedrático jubilado de semiótica, regresa al pueblo de Valdeluz tras el fallecimiento de su padre, un pionero del radio local desaparecido en plena dictadura. Al abrir los archivos del “Consejo de la Palabra” que aquel fundó, Andrés descubre guiones, cartas y grabaciones que proponían un diálogo comunitario capaz de sostener la memoria colectiva. Su viaje entre ruinas, palabras y fantasmas resonará en un renacimiento social donde la voz, más que un sonido, se convierte en territorio de libertad.

Temas centrales

  • La palabra como acto de resistencia frente al silencio autoritario.
  • Memoria activa: reconstruir el pasado para transformar el presente.
  • Diálogo intergeneracional: aprendizaje mutuo entre viejos sabios y jóvenes buscadores.
  • Reconstrucción de utopías: volver a lo imposible para forjar comunidades sanas.



EL IMPERIO DE LA PALABRA SILENTE



CAPÍTULO 1: EL REGRESO

Andrés abrió los ojos al primer albor de luz que se colaba entre las rendijas del parasol de la guantera. El Citroën verde había recorrido más de quinientos kilómetros durante la noche, pero parecía aún respirarle al lado con los mismos jadeos de siempre. Aspiró el aire reseco del habitáculo y apretó la perilla de la radio: solo estática. El silencio, pensó, ya había comenzado a advertirle de la soledad del camino.

Con gesto cansado, giró la llave en el contacto y el motor cobró vida con un rugido familiar. Antes de arrancar, se asomó por la ventanilla: la carretera serpenteaba en medio de campos de cereal que se extendían hasta perderse en el horizonte. Bajo el cielo plomizo, esas tierras castellanas parecían un lienzo inacabado, y él, un recién llegado llamado a pintar un relato dormido.

Avanzó despacio por el último tramo de asfalto. A cada curva, asomaban hileras de casas bajas; tejas rojas, balcones de hierro y persianas caídas confirmaban que Valdeluz se resistía a los relojes del progreso. Llegó a la plaza mayor justo al despuntar el alba. Las farolas tuyas vertían un resplandor anaranjado sobre el pavimento empedrado, y el quiosco de prensa —cerrado, con las puertas atrancadas— parecía un centinela inmóvil ante el paso del tiempo.

Andrés aparcó junto al kiosco y observó el edificio del Ayuntamiento: su fachada rojiza lucía grietas y desconchados. Aquel era el lugar donde, en su infancia, había recogido a su padre tras las emisiones vespertinas. Ahora, sin embargo, el edificio transmitía un eco de soledad que encajaba con el motivo de su regreso: el entierro inminente de Elías Ortega, su progenitor, cuyo nombre aún resonaba en las grietas de la emisora local.

Guardó la maleta y el baúl con archivos en el asiento trasero. Al cerrar la puerta del coche, un viento frío lanzó hojas secas contra los cristales, como insistiendo en que aquellas calles guardaban secretos. Antes de encaminarse hacia la vieja emisora, clavó la mirada en la fachada blanca al otro extremo de la plaza: el bar “La Palabra Libre”. Había sabido de su ruina a través de testimonios de amigos: el bullicio solidario de antaño había dado paso a un silencio resignado. Aquella imagen contenía la promesa de su misión: reactivar lugares muertos por la indiferencia.

Avanzó hacia la emisora con paso firme. A poco de llegar, sintió un hormigueo en la nuca: un murmullo apenas perceptible, como la vibración de un altavoz lejano, le rozó la conciencia. Detuvo el paso, con el pulso acelerado, y trató de ubicar el origen de aquel murmullo. Nadie en la plaza movía un solo gesto. Sacudió la cabeza y reanudó la marcha.

La verja oxidada que protegía el antiguo estudio chirrió con un quejido lastimero. Andrés la empujó y un olor a polvo y tinta vieja lo envolvió. Caminó por el pasillo exterior, sorteando latas abolladas y carteles descoloridos donde aún se leía: “Emisión en directo: Voces de pueblo”. Al fondo, una puerta de madera carcomida le cerró el paso, pero la llave de bronce colgaba en su mano, prestando el brillo justo para abrirla.

Dentro, el cuarto de control yacía detenido en el tiempo. Las consolas de sonido, cubiertas por mantas raídas, evocaban la silueta de criaturas dormidas. Cables enredados, micrófonos protegidos bajo fundas ajadas y una lámpara de escritorio encendida sin dueño conformaban un escenario casi reverencial. Andrés depositó la maleta en el suelo y alzó la vista: aquel lugar había sido el templo de la voz libre, el epicentro de un experimento radicado en la cercanía entre vecinos.

Un chirrido metálico le indicó la presencia de otro cuerpo. Se giró y vio a un hombre de pie cerca de la ventana: Mendel, el antiguo operario de la radio, cuya barba canosa y delgadez revelaban más de siete décadas de vivencias. Los ojos de Mendel brillaban con una mezcla de expectación y recelo.

—Buenos días, don Andrés —dijo con voz entrecortada—. No esperaba verle tan pronto.

—Tengo asuntos que no pueden esperar a las exequias —respondió Andrés, manteniendo la serenidad—. Vine por esto.

Se agachó junto al escritorio y extrajo una caja de madera barnizada que guardaba bajo el mostrador. Dentro, alineadas con mimo, descansaban cintas magnéticas rotuladas con fechas y títulos: “Sesión 01: Consejo de la Palabra”, “Sesión 02: Voces para sanar” … Cada rótulo era un vestigio de un diálogo colectivo que había quedado silenciado.

Mendel se apoyó en un trípode de micrófono y suspiró:

—Mi padre me advirtió que jamás debía tocar esas cintas sin la presencia de un Ortega.

Andrés alzó la caja y la sostuvo contra el pecho:

—Aquí están los archivos de mi padre. Mi intención es restaurar el proyecto. Quiero escuchar lo que quedó grabado y, si es posible, devolver la palabra a quienes la perdieron.

Un silencio prolongado acompañó esas palabras. La luz de la lámpara tembló como dudando, y Mendel alisó el paño que cubría la mesa de mezclas.

—Lo primero es revivir el magnetófono —dijo—. Ven conmigo.

Se pusieron en pie y atravesaron un corto pasillo hasta llegar a la sala de máquinas, un habitáculo contiguo inundado de tubos de vacío e interruptores oxidados. Mendel buscó entre cajas y restos de herramientas un magnetófono de manivela, similar al que usaba su padre. Lo limpió con un trapo y fijó el carrete correspondiente a la “Sesión 01”. Con paso torpe y ceremonioso, introdujo la cinta y giró la manivela hasta que los engranajes crujieron.

—Una vez, esto giraba doce por una —comentó Mendel—. Hay que tener cuidado.

Andrés se colocó frente al micrófono central, como si pretendiera hablarle al padre que nunca conoció plenamente. Poco a poco, a través de un siseo inicial, se hizo presente la voz profunda de Elías Ortega:

—“Aquí, Consejo de la Palabra, sesión inaugural. Debate: ‘Memoria y olvido’. Hoy abrimos este espacio para compartir sin temor. Cada historia es esencial, cada silencio pronunciado, un paso hacia la reconciliación.”

La voz navegó por el aire y se depositó en la conciencia de Andrés. Cerró los ojos y se dejó arrullar por el eco de aquellos primeros testimonios: la tos de un labrador que aludía a las cosechas perdidas, la voz temblorosa de una maestra recordando nombres de alumnos exiliados, el llanto apagado de una mujer que pronunciaba el nombre de un hermano desaparecido. Con cada frase, el aura de la emisora adquiría materialidad, como si la gente de Valdeluz se reuniera de nuevo en aquel sótano de piedra.

Cuando la cinta terminó su recorrido, Arpa de silencio volvió a hacerse dueña del cuarto. Andrés permaneció inmóvil, con la respiración contenida, hasta que un latido le recordó que aún vivía. Abrió los ojos y vio a Mendel con un pañuelo cubriéndose el labio.

—No sabíamos si estas voces volverían a escucharse —dijo con voz queda—. Ahora usted las ha llamado.

Andrés deslizó la cinta de nuevo en la caja y la colocó junto al resto, consciente de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros.

—Mañana convocaré a quienes puedan recordar este proyecto —susurró—. El silencio no tiene por qué ser eterno.

Al salir de la sala de máquinas, la luz del atardecer atravesaba los vidrios rotos y proyectaba reflejos polvorientos sobre la mesa de control. Andrés posó la mano en el micrófono y lo tuvo como un obsequio frágil, dispuesto a restituir la dignidad de tantas voces dormidas.

De regreso al coche, recorrió de nuevo la plaza. La luna ya asomaba tímida tras las nubes, como un espectador silencioso. Con la llave de bronce en el bolsillo, prometió en voz baja: “Retomaré cada una de esas cintas. Los susurros de Valdeluz volverán a convertirse en palabras vivas.”

Arrancó el motor y, mientras la emisora quedaba atrás, supo que su viaje apenas había comenzado.

 

 


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mi última novela se llama La Locutora de Radio Montecarlo y habla de la importancia de la radio en la Segunda Guerra Mundial.
Me gusta mucho el principio de tu novela y pienso que puede ser muy interesante

Anónimo dijo...

Tiene buenísima, pinta!
Espero con muchas ganas, la siguientes entregas de capítulos…