miércoles, 30 de agosto de 2023

1081. SERENDIPIAS VERANIEGAS


Es una gran satisfacción poder decir que estos días finales del tórrido y convulso verano que estamos teniendo han estado, para mí, llenos de sorpresas inesperadas y agradables, eso que ahora se llaman, deliciosas serendipias.

Y, aunque, porque no se deben publicar nombres de personas, he de callar casi todas ellas, tengo la posibilidad de compartir una, del todo,  inesperada.

En La Toja, paseando para disfrutar tranquilo de una luminosa mañana, al llegar al puente, tan precioso, me senté en un banco para descansar un poco y, sobre todo, mirar y admirar la belleza del lugar y, entonces, quizá porque comenzaba a subir el sol, pensé que debía comprar un sombrero para sustituir al que había olvidado el día anterior en el tren. Tenía bastante claro que no iba a encontrar un panamá, pero algo, más o menos regular podría haber en La Toja.

Y, muy decidido, volví a caminar, ahora dejando el puente detrás. En cinco minutos escasos llegué a la Aldea, un pequeño centro comercial lleno de cafeterías, varias heladerías y algunas tiendas con cierto glamur; pensé entrar, sin embargo, al ver enfrente los llamativos colores de otro centro comercial, O Redondo, no lo pude resistir, crucé la calle y entré.

Ya estaba dentro, en el centro de un ordenado y pintoresco conglomerado de pequeñas tiendas en las que solo hay baratijas, espacio abierto para que jueguen los niños, un par de heladerías y ¡unos aseos de pago! Paseando muy despacio, deteniéndome en todas y cada una de las tiendas, en una de ellas compré un sombrero imitación panamá, ¡de papel!, hecho en China, me lo puse y, sin propósito alguno, decidí seguir paseando y disfrutando del mirar.

Y, aquí la serendipia, de pronto, casi al final, una tienda que tenía algo especial: era como todas, y, como todas llena de baratijas, pero entre ellas, objetos de cuero y, en un rincón, un cuenco que parecía cerámica de verdad. Entré, olía a cuero, y sin que nadie me dijera nada, había un grupo de mujeres comprando “lo normal”, comencé a mirar y a tocar el cuenco, barro cocido y bueno, sin duda obra de un buen alfarero que, sin llegar a ceramista, además de moldear el barro y usar el torno, usa colores viejos y hace como que empieza a pintar.

Al salir las clientes, el hombre, se llama Chete, muy amable, llevándome a otro rincón, me dice: - mire, tengo más. Y sí, ante mi vista otra media docena de cuencos, todos hermosos, de la misma factura, iguales y distintos, que salvo por los vivos colores, encajan nada entre las baratijas que  atestan el local.

Decidido a comprar, pregunté a Chete por el origen de los cuencos; - ¿le gustan?, son de Buño, los hace Lola Faya, una señora mayor, se van a acabar -.

Por supuesto, muy contento, compré unos cuantos para regalar. ¿El precio?, muy baratos o muy caros, da igual, ya hay muy pocos como estos y que se vendan hace que, en manos amigas, se puedan conservar…

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