Dejando por un
rato. ¡no puedo más!, la dura tarea de vigilar la posible aparición de los
ratones, para descansar, salgo de la sartén que es mi cocina para sentarme y
pensar en el fuego que es el caos de los aranceles, recíprocos y no recíprocos,
del presidente Trump, de la Unión Europea, de los chinos y hasta de la isla de los pingüinos.
Y, con la
escasa serenidad que produce estar sentado sobre el fuego, pensando resignado
en que por mí mismo no puedo resolver el
gran problema, de pronto lo veo como si fuera un jeroglífico complicado
o, acaso mejor, el comienzo de una novela; y, con una mezcla de temor y
entusiasmo, me digo: si ya ha aparecido la primera luz, solo tengo que trabajar
en las ideas fuerza, en el argumento, en los personajes, en las primeras
páginas, en las historias secundarias y en el final, sobre todo en el final.
Me sobresalto,
¿habrán salido los ratones?, trabajosamente me pongo en pie, y voy a la cocina,
la recorro entera con la mirada, todo parece normal y, ¡menos mal!, no se
escucha el correr de los roedores. Regreso al ordenador, miro la pantalla, me
espanto, ¡he perdido la idea!, tengo que volver a empezar.
Sí, el marco
será el caos, pero ¿qué caos? ¿El que con y sin aranceles vivimos en España, el de una Europa desunida, el de
las pateras y los cayucos, el de los hispanos sin destino, el de los americanos
o el de los chinos?
Sin tener una
respuesta, se me ocurre una historia de amor; una historia de amor y, es
imprescindible, desamor; de amor verdadero, ese que es vivir un sueño, con alegría
y sacrificio, intenso, quizá enfermizo, envuelto en dudas, y del todo apasionado.
Sí, podría ser eso, pero ha de ser también de lucha por el poder, de ambición, acaso
de corrupción y ansia de dinero; ha de tener lujuria, algo de maldad y ¿qué
más? Aquí me detengo, me doy cuenta, no tengo nada, y he de volver atrás.
Siento que el
fuego me esté quemando y, ¡menos mal!,
pienso en los ratones y vuelvo a la cocina, de nuevo a vigilar.