A veces me preguntan cuales son los paisajes que más me gustan o me impresionan de cuantos conozco. La respuesta es siempre la misma:
El mar al atardecer en primavera, en Alicante, los bosques, al terminar de llover, con sol, en Gales y las cumbres del Illimani desde el altiplano de Bolivia.
Probablemente, si hubiera alguna forma objetiva de medir la belleza, puede haber otros muchos más hermosos, pero acaso por las circunstancias y los momentos en que se grabaron en mi memoria, son para mí los más queridos.
El atardecer, dando su color al mar, de Alicante, en la costa mediterránea española, lo conocí con dieciséis o diecisiete años, la primera vez que salía de casa solo, sin mis padres, para ir a una ciudad en la que no tenía familia.
Estaba con mi amigo Juan Ramón, sentado sobre unas piedras, con el castillo a la espalda, frente al puerto quizá, y sin darme cuenta, muy deprisa, todos los tonos del rojo tiñeron el agua del mar, llenaron el cielo y marcaron, con su intensidad mi memoria. Me impresiono tanto que, durante mucho rato no pude hablar. Siempre que puedo regreso a la misma hora al mismo lugar.
Mayor ya, con veintiuno, por error, en lugar de subir hacia Escocia, en autostop, con Salvador Monmeneu, compañero desde niño en el colegio y en la universidad, un generoso conductor entre inexpresivo y amable que, por más que suplicamos, no quería parar, nos dejó en una carretera solitaria, en Gales.
Con el susto encima pero aliviados, bajo la lluvia fina, con niebla, mirando la carretera y bien mojados estuvimos mucho rato. Nos recogió un señor mayor, seguro que tendría cincuenta o más, en un negro y destartalado morris, luego supimos que era el médico del lugar.
Al final de una cuesta, en el paso del caballo creo recordar, el doctor detuvo el coche y nos dijo: ¡Mirad!. Frente a nosotros se extendían brillando, todos los colores verdes y, muy al final, el arco iris. Estaba en el bosque real que desde niño había soñado como el país de las hadas. Desde entonces, siempre que cuento a los niños un cuento explico con todo detalle, desde el recuerdo, el bosque de Gales.
Lo había visto ya muchas veces pero nunca me había fijado. Aún eran los años sesenta, en un Toyota, con Pancho Nadal, maestro grande, por la tarde, viniendo de alguna parte, en el altiplano, camino de La Paz, el día de nochebuena, desde hacía un rato frente a nosotros, estaba el Illimani.
El mar al atardecer en primavera, en Alicante, los bosques, al terminar de llover, con sol, en Gales y las cumbres del Illimani desde el altiplano de Bolivia.
Probablemente, si hubiera alguna forma objetiva de medir la belleza, puede haber otros muchos más hermosos, pero acaso por las circunstancias y los momentos en que se grabaron en mi memoria, son para mí los más queridos.
El atardecer, dando su color al mar, de Alicante, en la costa mediterránea española, lo conocí con dieciséis o diecisiete años, la primera vez que salía de casa solo, sin mis padres, para ir a una ciudad en la que no tenía familia.
Estaba con mi amigo Juan Ramón, sentado sobre unas piedras, con el castillo a la espalda, frente al puerto quizá, y sin darme cuenta, muy deprisa, todos los tonos del rojo tiñeron el agua del mar, llenaron el cielo y marcaron, con su intensidad mi memoria. Me impresiono tanto que, durante mucho rato no pude hablar. Siempre que puedo regreso a la misma hora al mismo lugar.
Mayor ya, con veintiuno, por error, en lugar de subir hacia Escocia, en autostop, con Salvador Monmeneu, compañero desde niño en el colegio y en la universidad, un generoso conductor entre inexpresivo y amable que, por más que suplicamos, no quería parar, nos dejó en una carretera solitaria, en Gales.
Con el susto encima pero aliviados, bajo la lluvia fina, con niebla, mirando la carretera y bien mojados estuvimos mucho rato. Nos recogió un señor mayor, seguro que tendría cincuenta o más, en un negro y destartalado morris, luego supimos que era el médico del lugar.
Al final de una cuesta, en el paso del caballo creo recordar, el doctor detuvo el coche y nos dijo: ¡Mirad!. Frente a nosotros se extendían brillando, todos los colores verdes y, muy al final, el arco iris. Estaba en el bosque real que desde niño había soñado como el país de las hadas. Desde entonces, siempre que cuento a los niños un cuento explico con todo detalle, desde el recuerdo, el bosque de Gales.
Lo había visto ya muchas veces pero nunca me había fijado. Aún eran los años sesenta, en un Toyota, con Pancho Nadal, maestro grande, por la tarde, viniendo de alguna parte, en el altiplano, camino de La Paz, el día de nochebuena, desde hacía un rato frente a nosotros, estaba el Illimani.
Bajamos del coche para desbeber y mientras lo hacíamos, Pancho mirando al frente dijo, “Hoy es un buen día, en España ya es Navidad”. Entonces vi el Illimani, vi los claros y oscuros, la luz, la nieve, el sol cayendo, la belleza al alcance de la mano. Sentí nacer el amor, que aún conservo a Bolivia, por ser en parte ese lugar mágico e inabarcable.
1 comentario:
Si tienes ocasión, la próxima vez que cruces el charco, no dejes de visitar Costa Rica.
A unos 40 kilómetros del parque Manuel Antonio hay un hotel con un anfiteatro donde el espectáculo no es ni más ni menos que la puesta de sol.
Si, además, coincide un día tormentoso, el espectáculo es inolvidable.
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