lunes, 7 de mayo de 2007

47. UN ALUMNO AVENTAJADO

Era verano. Había tenido varias entrevistas con directores de oficinas del Banco Central para detectar sus necesidades de formación, ya conocía los puntos fuertes y las debilidades del colectivo y pensaba que poco podría obtener en una visita a la floreciente sucursal de la zona de Vallecas.

La una de la tarde. La oficina limpia, ordenada, llena de clientes y con personal diligente. La impresión inicial muy positiva.

Pregunté por el Sr. J. y me dijeron que tendría que esperar unos minutos porque el director estaba muy ocupado. Bien, me dije, es lo normal en una oficina tan activa y próspera.

La espera duró casi una hora que soporté bien porque una empleada, bien vestida y con gesto de comprensión, me fue recordando cada siete u ocho minutos cuánto sentía el Sr. J. hacerme esperar y me pedía disculpas.

Al fin entré en el despacho del director. Estaba oscuro, no se veía nada. Cuando mis ojos se adaptaron vi, de espaldas a la ventana, detrás de un enorme escritorio lleno de papeles, al Sr. J. que me saludó muy serio y me ofreció asiento en un sillón bajo, con apariencia de incómodo muy pequeño, en el que quedé prisionero, sin poder moverme, nada más sentarme..

Aprisionado en el sillón, no sabía cómo ponerme para escapar de un molesto haz la luz que atravesaba el único espacio de la ventana no cubierto por las cortinas y que venía directamente a mi rostro.

El Sr. J., sentado muy alto, con los brazos cruzados, mirándome desde arriba, habló muy bajo diciendo: ”Estoy a su disposición, ¿qué desea saber de esta oficina?”, y sacando un gran cigarro, lo encendió muy despacio, esperando la respuesta.

En ese momento me di cuenta de la estrategia del Sr. J.

Casi tirándome al suelo, salí del pequeño sillón, me acerqué a la ventana, abrí las cortinas, despejé de papeles una silla de la mesa de reuniones, la acerqué a una zona lateral del enorme escritorio a la que no llegaba la luz, coloqué unas carpetas sobre el asiento, me senté cómodo, saqué la petaca, lié un buen cigarro, me quedé mirándole un buen rato y luego, ante su creciente estupor, le dije: “Casi bien, lo ha hecho usted casi del todo bien, me gusta que las personas apliquen lo que les han enseñado, es un alumno aventajado, pero yo soy el profesor”.

Creo que el mejor alumno o, al menos, el más atento y aplicado que he tenido nunca fue, semanas más tarde, el Sr
. J.

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