De cuando en cuando se vuelve a discutir la bondad y la oportunidad de implantar la semana de 35 horas. No es un tema nuevo y creo que es, desde siempre, una locura.
Locura, para una empresa que tiene que obtener resultados y locura para las administraciones públicas que gastan en personal el dinero de todos, en lugar de gastarlo en algo valioso para quien paga.
Locura que viví en una empresa, muy avanzada para su tiempo, en la que los trabajadores habían conseguido la jornada de 35 horas en invierno y 32 en verano y en la que, por la naturaleza del trabajo, era imprescindible que los empleados estuvieran en sus puestos turnos de 8 horas. La diferencia entre la jornada pactada y las horas de presencia se cubría con cientos de miles de horas extraordinarias.
Evidentemente, competir en un mercado difícil con el coste adicional, entonces como ahora, se planteaba poco menos que imposible.
Por supuesto, nadie tenía la culpa de que una dirección débil hubiera aceptado las justas e irrenunciables reivindicaciones de los trabajadores.
Y nadie tenía la culpa de que la autoridad laboral exigiera el cumplimiento de la normativa vigente sobre horas extraordinarias.
Y nadie tenía la culpa de que los clientes fueran unos “malos” que querían tener el producto a su hora todos los días, ellos sólo pagaban.
Y nadie tenía la culpa de que los trabajadores tuvieran que estar las 8 horas seguidas en sus puestos, fuera invierno o verano.
Y nadie tenía la culpa de que se perdiera dinero a espuertas.
Y nadie tenía la culpa de nada.
Con culpa o sin culpa, propuse a cada empleado comprarle su jornada, y casi todos, que sabían muy bien donde estaban, aceptaron volver a las 40 horas a la semana, un algo mayor salario y no hacer horas extraordinarias.
Durante el tiempo que duró el proceso de compraventa de la jornada tuve, dentro y fuera de la empresa duros adversarios, casi todos buenas personas, de esas que nunca tienen la culpa de nada y proponen, a gritos, las 35 horas a la semana.
Locura, para una empresa que tiene que obtener resultados y locura para las administraciones públicas que gastan en personal el dinero de todos, en lugar de gastarlo en algo valioso para quien paga.
Locura que viví en una empresa, muy avanzada para su tiempo, en la que los trabajadores habían conseguido la jornada de 35 horas en invierno y 32 en verano y en la que, por la naturaleza del trabajo, era imprescindible que los empleados estuvieran en sus puestos turnos de 8 horas. La diferencia entre la jornada pactada y las horas de presencia se cubría con cientos de miles de horas extraordinarias.
Evidentemente, competir en un mercado difícil con el coste adicional, entonces como ahora, se planteaba poco menos que imposible.
Por supuesto, nadie tenía la culpa de que una dirección débil hubiera aceptado las justas e irrenunciables reivindicaciones de los trabajadores.
Y nadie tenía la culpa de que la autoridad laboral exigiera el cumplimiento de la normativa vigente sobre horas extraordinarias.
Y nadie tenía la culpa de que los clientes fueran unos “malos” que querían tener el producto a su hora todos los días, ellos sólo pagaban.
Y nadie tenía la culpa de que los trabajadores tuvieran que estar las 8 horas seguidas en sus puestos, fuera invierno o verano.
Y nadie tenía la culpa de que se perdiera dinero a espuertas.
Y nadie tenía la culpa de nada.
Con culpa o sin culpa, propuse a cada empleado comprarle su jornada, y casi todos, que sabían muy bien donde estaban, aceptaron volver a las 40 horas a la semana, un algo mayor salario y no hacer horas extraordinarias.
Durante el tiempo que duró el proceso de compraventa de la jornada tuve, dentro y fuera de la empresa duros adversarios, casi todos buenas personas, de esas que nunca tienen la culpa de nada y proponen, a gritos, las 35 horas a la semana.
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