jueves, 19 de abril de 2007

36. LA MUJER MUERTA


Aunque no cientos, seguro que a lo largo de mi vida he visto muchos muertos y, curiosamente, nunca he sentido ningún miedo.

Con una excepción, “la mujer muerta”, a la que nunca vi, ni viva ni muerta, pero que ha estado presente en mi memoria desde que supe que había muerto, hace más de cincuenta años.

Un día soleado, probablemente de primavera, llevaron a casa, mi padre era médico de un pueblo por el que pasaba la carretera de La Coruña, a una mujer víctima de un accidente de tráfico.

El escándalo era tremendo. El jardín, la terraza, y la sala de espera de la consulta se llenaron de gente. Guardias civiles, interesados por el caso o simples curiosos hablaban muy alto, explicaban cosas, y hacían ruido, mucho ruido.

Mi madre ordenó y sus instrucciones se cumplieron inmediatamente, que llevaran a todos los niños, éramos muchos, al cuarto de estar, y nos puso a rezar el rosario para pedir a Dios por la mujer, para tenernos quietos y, probablemente, para callar su propio miedo.

En un momento determinado alguien dijo “se acabó, se ha muerto”. Y como, por ensalmo la casa, la terraza, el jardín y las calles próximas se vaciaron de gente. No quedó nadie.

Como lagartos al salir el sol, los niños empezamos a salir de casa, pero no nos alejamos demasiado de la puerta de la cocina, nos dijeron que “la mujer muerta” estaba en el garaje, esperando a que vinieran a por ella.

Al cabo de mucho rato vino el transponte que había en el pueblo para estos casos, el carro de la basura, que arrastrado por un caballo y conducido por El Chabolo, se llevó, lo vimos de lejos, el cuerpo de la mujer muerta.

Recuerdo todavía cómo nos acercamos al garaje, cómo entramos a hurtadillas y cuánto nos sorprendió que no hubiera nada.

Pero lo cierto es que no habiendo nada, aquel enorme garaje se lleno, para siempre en la memoria de todos los hermanos, de “la mujer muerta”.

El carbón y la leña de la caldera, el coche de Padre, las bicicletas, los trastos viejos, se guardaban en el garaje. Todos los hermanos entrábamos allí, hacíamos lo que hubiera que hacer, sentíamos a la “mujer muerta”, pasábamos nuestro miedo, salíamos rápidamente y olvidábamos el mal rato.

Años más tarde cambiamos de casa y creo que lo mejor de la casa nueva era que no tenía la presencia, real o en nuestra memoria, de “la mujer muerta”.

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